sábado, 16 de octubre de 2010

WAGNER, CHOPIN Y BEETHOVEN EN LA BATUTA DE THOMAS SANDERLING

             La sentencia atribuida al legendario director italiano Arturo Toscanini en la que estatuía en tono francamente provocador que no hay orquestas malas o buenas, sino sólo buenos o malos directores, pese a su inconfundible apariencia de “boutade”, tiene trazas de expresar una verdad que –de ello estoy muy cierto- no sería prudente desatender.

            En efecto, creo ir asistido de razón al presumir que si bien ningún director de orquesta es un Merlín alquimista al que podamos exigir que trasmute el gravoso plomo de la mediocridad en el oro reluciente de la excelencia, sería craso error suponer que la función que le corresponde llevar a cabo, batuta en mano y de espaldas al público, es meramente episódica, marginal o decorativa.

            ¿A qué vienen estas acaso prescindibles consideraciones? A que, en cuanto puede conjeturarse, el meritorio desempeño de la Sinfónica criolla el pasado primero de septiembre guarda relación con el hecho de que al frente de la misma se hallaba nada más y nada menos que el veterano director Thomas Sanderling. Porque un director de fuste, aunque no haga milagros, siempre será capaz, si encabeza un conjunto profesional, –y el nuestro, no lo dudemos, lo es- de interpretar la música de los grandes compositores con el más halagüeño resultado.

            Cierto autor cuyo nombre mi ingratitud olvida hacía una observación que doy por correcta y oportuna, hela aquí: La orquesta es un instrumento más que el director activa según su concepción, deseo y voluntad, como hace el virtuoso ejecutante cuando oprime de la manera que juzga más apropiada las ochenta y ocho teclas de su piano… Con la diferencia, sutil y enorme a la vez, de que una tecla de piano, una cuerda de violín o una boquilla de oboe o clarinete sólo oponen al músico resistencia de índole mecánica, en tanto que cada instrumentista de una filarmónica es primero y antes que nada un ser humano, un individuo con personalidad, prejuicios, experiencias, técnica, cultura y tradición. De donde no basta ser músico vezado y talentoso para dirigir satisfactoriamente una orquesta, sino que, además, ha de poseer el que a semejante tarea se aplica agudas cualidades de psicólogo, pues cuanto más atinadamente y con menos fricción sepa coordinar a los miembros de la agrupación orquestal, mejor y más gratificante será el rendimiento que obtendrá de ellos.

            Tremenda ha de ser la habilidad del señor Sanderling por lo que atañe a la manera como se relaciona con los miembros de la orquesta y extrae de ellos la más opima cosecha en punto a musical desempeño y cordial disponibilidad, que otra explicación no me viene a las mientes para esclarecer el misterio de cómo, con tan escaso tiempo de ensayo, casi de un día para el otro, consiguió que cada un ejecutante se entregase a plenitud y con notorio entusiasmo a cumplir la parte que tenía asignada en la fausta programación de la que estas apuntaciones apresuradas pretenden dar incompleto registro.

            Sea lo que fuere, no por comedir mis palabras dejaré de poner de resalto que el referido concierto, lejos de asestarnos cobre por oro, colocó a los músicos de la sinfónica en el sitial que en rigor les corresponde, el reservado a los respetables intérpretes de nuestra más prestigiosa institución musical.

            Abrió el programa la justamente encomiada obertura de la ópera “Los Maestros Cantores de Nuremberg”, archiejecutada partitura de Wagner en la que este genial creador nos seduce con algunos de sus más hospitalarios ritmos y amenas melodías, obra en la que, luego del intenso cromatismo del “Tristán”, nos encara a la más espléndida cuanto inesperada muestra de expresividad diatónica. El espíritu wagneriano, en la versión que tuvimos la dicha de escuchar, fue en todo momento reconocible, quedando impresas en las notas la solemnidad un tanto aparatosa y acaso sonreída que el asunto y enfoque –se trata después de todo de un Ópera Cómica- reclamaban.

            A continuación nos esperaba Chopin, el romántico por antonomasia, con su “Concierto N° 2 en Fa Menor Op. 21” para piano y orquesta. A fuer de rigurosos, tal vez proceda rebautizar dicha pieza  como compuesta no para piano y orquesta, sino para piano con acompañamiento de orquesta, lo cual, bien miradas la cosas, no es consentir en injusticia, habida cuenta de que esta juvenil partitura del emotivo polaco, antes que a la concepción concertista basada en el diálogo y contraposición de dos fuerzas opuestas pero iguales –solista y orquesta-, responde a otra tradición, representada, si no me pago de apariencias, por el Mozart de las primeras épocas y J. C. Bach, entre otros compositores menores escasamente interpretados en los tiempos que corren, tradición en la que la orquesta se somete al instrumento solista. Tal es la causa de que en la escritura de parejo concierto predomine el lirismo y no el drama. Lo que en él interesa no son las tensiones y su final resolución, a la titánica manera beethoveniana, sino los pormenores deliciosos de la melodía que nos hace partícipes de un estilo típicamente florido, exornado con rápidas figuraciones. Y esa belleza de sesgo poético y sentimental fue transparentemente destacada por el pianista ucraniano Pavel Gintov, virtuoso cuya precisión, corrección y habilidad al teclado contrastaban fuertemente con su parca expresividad gestual.

                 Y, al final, cerrando con broche de oro la velada, la “Sinfonía N° 4 en Re menor, Op. 120” de Schumann, obra de memorable hermosura que no suele faltar en los programas de los principales conjuntos sinfónicos internacionales y acerca de la cual, sin perjuicio de volver sobre el tema en más favorable oportunidad, me contraeré por ahora a decir que fue ejecutada con tan singular maestría y perfecta comprensión de su sentido y valores armónicos, melódicos y rítmicos, que ni el más exigente de los melómanos –en cuyo arisco número no quisiera ser incluido el autor de estas líneas- habría podido –y en ello va mi crédito- percibir titubeo, desliz o ambigüedad.

            ¡Enhorabuena!... Felicitemos a Thomas Sanderling y a nuestra Sinfónica, y vayamos preparando el paladar para el próximo concierto, donde el mismo director y la misma orquesta a buen seguro no nos defraudarán.

No hay comentarios:

Publicar un comentario