sábado, 9 de octubre de 2010

El discreto encanto de la superficialidad



Uno de los menos discutibles rasgos que contribuyen a delinear el perfil del hombre contemporáneo es – salvo prueba en contrario – su liviandad. Las personas que se afanan por las calles de nuestras superpobladas y bulliciosas urbes suelen exhibir, en su inmensa mayoría, una desoladora carencia de peso óntico, de esencialidad. Múltiples (y ninguna de ellas deleznable) son las razones que podríamos fácilmente aducir con el fin de explicar semejante frivolización de la condición humana. Más ahorrándole al lector los inconvenientes de un inventario que con fatal certeza excedería los modestos propósitos de estas lucubraciones, me contentaré con hacer énfasis en dos o tres hechos que, amén de evidentes, se me antojan quizás los de mayor bulto y significación.

Si nuestros semejantes se han vuelto irremediablemente ligeros, vanos e insustanciales, debemos atribuirlo, antes que nada, a que han dejado de hincar raíces en el humus fecundante de su propio ser. Han cortado todo vínculo con sus adentros. Asomados siempre hacia el exterior, donde mil poderosos estímulos les solicitan de manera simultánea y constante, han perdido el contacto con el núcleo de sus propias personas, con ese centro inequívocamente humano y sólo humano de donde irradia el yo, y en el que la existencia se yergue con el aspecto de desafiante problema metafísico, en tanto que cifra inasequible, en tanto que enigma volcado al asombro y a la ineludible encrucijada, generadora de incertidumbre y miedo, de la libertad.

Cuando la criatura humana deja de indagar en torno a las cuestiones fundamentales de la existencia, cuando ya no le preocupa preguntarse acerca de su destino, acerca de esa su insólita vocación de carne transcurrida, cuando ya no le interesa descubrir qué hace aquí, en el mundo, ni para qué ha venido, cuando se desentiende por completo de toda trascendencia espiritual y de hallar una justificación suprapersonal a sus acciones, cuando las motivaciones para vivir se reducen a lo inmediato, al aquí y ahora, entonces es preciso concluir que algo muy grave nos está sucediendo; que un pernicioso virus ha logrado invadir la psiquis humana hasta el punto de poner en riesgo de extinción las conquistas de Occidente, logros sobre los que se sostiene, tras milenios de fecundas osadías intelectuales, el formidable edificio de su grandeza y de su dignidad.

Me temo que lo ocurrido es que el hombre occidental – que hoy día es el hombre tout court -, no ha sido capaz de asimilar el fruto de su propio trabajo. Cegadas por el éxito obtenido en el dominio y transformación de la naturaleza, merced a la aplicación tecnológica de los conocimientos científicos, las actuales generaciones, echando al olvido verdades elementales, han dado en menospreciar cuanto no apunta a lo concreto, cuanto no admite ser pesado, medido y contado, cuanto – para expresarlo en otros términos – no se relaciona con los medios de obrar, con valores puramente instrumentales.

Nace así la sobreestimación del “cómo” en desmedro del “para qué”. Y se generaliza la ilusión de que la ciencia, por sí sola, provee las respuestas de las que a cada momento estamos urgidos. Así como en virtud de la simple presión de un botón cambia la imagen en la pantalla chica, escuchamos otra melodía, abrimos una puerta o nos comunicamos con alguien situado a cientos de kilómetros de distancia, así mismo el común de la gente ha dado en suponer que cualquier conflicto, problema o incomodidad pueden ser solucionados con sólo tocar la tecla correcta, con sólo acudir a la disciplina o al programa que contiene (así se lo figuran) la respuesta adecuada.

Pero da la casualidad que en las cosas realmente importantes para cada uno de nosotros (las que se refieren a nuestra cotidianidad) la tecnología y la ciencia no tienen nada que decir. De su boca nada escucharemos. Se mantienen enojosamente mudas... ¿Cómo obrar con justicia? ¿Cómo evitar la maldad? ¿De qué manera puedo embellecer la vida? ¿Debo sacrificar el placer de ahora a una dicha futura? ¿Cómo encarar dignamente el dolor, la enfermedad, la muerte? ¿A qué dedicar mis esfuerzos: a perseguir dinero, fama y poder o a descubrir quién soy y tratar de perfeccionarme interiormente? ¿Cómo alcanzar la felicidad?...

La ciencia procura apetecibles medios de vida, pero es incapaz de responder a esta sencillísima pregunta: ¿de qué modo es preciso vivir? Y los hombres de hoy, como para contestarla no disponen de mejores recursos que la desacreditada reflexión filosófica, han optado por convencerse a sí mismos de que semejante pregunta no existe o – es otra manera de decirlo – carece de relevancia. Lo que, mutatis mutandis, significa que el hombre – que no es otra cosa sino sus propósitos, valores y metas – está de más, es algo de lo que, a fin de cuentas, podemos prescindir.

Se entiende, pues, que la criatura humana se haya aplanado como una lámina de zinc y se nos haya vuelto frívola y epitelial... La insustancialidad es el precio a pagar en estos tiempos paradójicos, para poder sin mala conciencia destruirnos y sobre tal destrucción esgrimir, a modo de estandarte, una necia sonrisa con la que proclamar cuan exitosos hemos llegado a ser.

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