sábado, 16 de octubre de 2010

“GEMAS DEL CORAZÓN”: ACIERTOS Y REVESES DE UNA VELADA MUSICAL

            Hecho estoy a la idea –acaso descaminada- de que, con excepción de breve minoría, el dominicano tiene en poco las bondades de la música clásica. Atribuyo pareja repulsa o desestimación –corríjame el lector si me equivoco- a que es de todo punto imposible sentirnos atraídos por aquello con lo que no estamos familiarizados. No se puede amar lo que no se conoce; y como en nuestro medio insular nada parece haber sido repartido con más dispendiosa prodigalidad, con más democrático celo que la ignorancia, sería contra razón esperar que el gran público que abarrota los estadios en decenas de miles, remeneándose al compás estruendoso de los ritmos de moda, muestre similar entusiasmo al oír una fuga de Bach, una sonata de Mozart o una sinfonía de Beethoven. Ingenuidad de a folio sería imaginar que algo así pudiera suceder. Sobre el sólido suelo donde germinan los menos prescindibles valores estéticos de la cultura universal, ocupa la música que no por modo antojadizo llamamos “clásica” un lugar preeminente. Y en el jardín espléndido de tan magnas creaciones del espíritu –lo tengo por cosa averiguada- es la aludida forma artística la reina indiscutida de las flores, la majestuosa catleia (¿se escribirá así?) que captura la deslumbrada pupila del contemplador.

            He aquí, sin embargo, que uno de los más inconfundibles síntomas de la insipiencia es el mal gusto, el cual, ya que estamos de vena explicativa, me arriesgaría yo a definir como la incapacidad de reaccionar con admiración, júbilo y embeleso ante la belleza en cualesquiera de sus múltiples manifestaciones. Mas si per se preséntasenos como lastimosa en grado extremo semejante falencia, lo peor falta aún por considerar: que el ignorante, en razón de que desconoce que lo es, no siente la necesidad de poner remedio a su indigente condición. Perpetuase así la atrofia espiritual del hombre del común frente a la incuria irresponsable de sucesivos gobiernos a los que no parece importar un comino la educación del pueblo por cuyo bienestar afirman con demagógica improbidad luchar y desvivirse.

            Quizá sea esta la causa de que no juzguemos pasible de recriminación –por más que prefiramos escuchar del más respetable conjunto melódico del país otro tipo de música- incluir en el programa de conciertos de la Sinfónica, cosa de desbastar la sensibilidad embotada del oyente bisoño, piezas populares muy conocidas (sones, boleros, merengues) ennoblecidas, eso sí, con arreglos y orquestaciones ad hoc.

            No fue otro el menú que nos tenía reservado en la segunda parte de la “Gran Gala Benéfica Gemas del Corazón” –la cual tuvo por escenario la sala Carlos Piantini del Teatro Nacional el 25 de agosto pasado- el Director Titular de nuestra orquesta, José Antonio Molina, para regocijo del nutrido público que esa noche se hizo presente y al que el tropical colorido de tan festivas interpretaciones no podía dejar indiferente.

            Las elementales aunque vistosas ejecuciones a que he aludido en los renglones que anteceden fueron precedidas –viene a punto recalcarlo- por la interpretación de la “Obertura Yaya” del mismo Molina; creación esta última de brillo liviano y pegajoso, efectista en el buen sentido de la palabra, cuyo juguetón contenido temático, que hinca raíces en lo autóctono, conquistó el aplauso de un público benevolente para el que el aspecto intelectual y constructivo de la música en lo que a su disfrute concernía no eran, ¡vaya que estaba claro!, reconocible prioridad.

            Así las cosas, es de lamentar que la primera parte de la “Gran Gala Benéfica” sobre la que cálamo currente me he impuesto la tarea de estampar estos infractores comentarios, estuviera lejos, muy lejos de colmar las expectativas de un oído medianamente vezado en la materia. Pues si bien la “Danza Bacanal de la Ópera Sansón y Dalila” con la que abrió la audición nos despertó el apetito a fuer de rítmica, sensual y provocadora, lo que siguió –el plato fuerte de la noche- dio pie a que me embalsamara en un tedio sin parangón.

            Y que conste: no me expreso así por el mezquino placer de lanzar pullas irritantes; pues a lo que menos soy adicto –rara avis en esta isla donde prospera la simulación y la contumelia es poco menos que una categoría existencial- es al rebajamiento y al desdén. Pero la crítica cultural y artística seria –la única que merece nuestra atención- importa a buen seguro la exigencia de hacer justicia valorativa, proceso que no es factible llevar a cabo sin comprometer el propio juicio o, dicho en romance paladino, sin encarecer virtudes y señalar defectos… Es precisamente lo que intento hacer; y lo que, otrosí, aunque incurra en sospecha de innecesario “penchant” polémico, me induce a declarar que el Concierto N°3 en Si menor Op. 61 para violín y orquesta de Camille Saint Saens fue, por donde quiera se lo tome o se lo mire, aburrido a morir, insoportablemente desvaído y sin gracia.

            ¿Podía resultar de otro modo cuando la solista invitada, la joven dominicana Aisha Syed, quien llegaba de Inglaterra precedida por la fama de virtuosa precoz, nos anestesió merced a un desempeño gris, huérfano de brío, mecánico y lineal? Su afónico instrumento a duras penas se escuchaba.; no mostró en ningún momento la solista ánimo, calidad expresiva, fuerza de arco. Me asiste la esperanza –es lo único que no se pierde si atendemos a lo que le ocurrió a Pandora- de que futuras presentaciones de nuestra compatriota, cuyo ardor interpretativo se redujo en esta ocasión al encendido escarlata del vestido que llevaba puesto, me obliguen al desmentido; de ser así, cantaré complacido y sin titubeos la palinodia.

            Empero, mientras damos tiempo a que pareja posibilidad cristalice, seguiré creyendo –dudo que sea nadie capaz de probarme lo contrario porque no tiene el asunto vuelta de hoja- que es muy poco beneficioso para la clase artística en ascenso la vernácula costumbre (¿cuándo seremos capaces de librarnos de ella?) de encastillar a ciertos jóvenes estudiantes más o menos talentosos en una idolátrica y excluyente admiración.

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