martes, 9 de noviembre de 2010

“JOHANNA PADANA”, UN EXCELENTE MONTAJE TEATRAL

                                                        
            Entre las numerosas vicisitudes a que nos tiene acostumbrados la vida cultural capitalina, una hay particularmente enojosa: la indigencia de nuestra carátula. No es menester fungir de profesional en el rebajamiento y el desdén para vituperar con muy fundamentados argumentos las bazofias escénicas que suelen poner en cartelera, en las salas más prestigiosas del país, las diferentes agrupaciones teatrales que se disputan el favor de un público harto disminuido y acaso, a fuerza de reiteradas decepciones, menos dispuesto que antes a dejarse engolosinar por truculencias de sesgo pseudo-intelectual  o por las fáciles frivolidades, no pocas veces tiznadas de plebeyez, del vodevil.
            Me cuento, pues, en el número, que peligrosamente se incrementa, de espectadores defraudados, que de puro llevarse chascos respondiendo una y otra vez –ilusa obstinación, porfía estéril- a los guiños seductores de las candilejas, y habiendo comprobado que por modo invariable ruedan por el suelo vueltas añicos las expectativas de disfrutar de un honesto espectáculo, han terminado por hurtar el cuerpo a lo que guarde relación con las majaderías de la escena criolla.
            No es que me induzca a dar tralla al teatro vernáculo un supuesto carácter avinagrado que ciertos desafectos a mi cálamo han creído advertir cuando me impongo ejercer el denostado oficio de crítico cultural (me hacen cargos gratuitos quienes así opinan), sino que es en rigor imposible, dada la persistente y notoria infecundidad de los montajes con que nos martirizan semana tras semana las distintas compañías de comediantes, no acudir a los menos piadosos calificativos por lo que toca a valorar el cementerio de lugares comunes, el calvario de vulgaridades con que vapulean directores e intérpretes la buena fe de los aficionados al arte de Talía que cometen la ligereza de ocupar –oh cándido optimismo- un asiento en el patio de butacas.
            Hemos de tener por cosa averiguada que la tibieza, para no llamarla frialdad, con que el público de nuestro medio, en acusado contraste con el de otras urbes, acoge la hodierna actividad teatral (cuya inequívoca señal la ofrece la rutina asaz melancólica de las funciones efectuadas en salas casi vacías), si bien, repito, pareja dejadez es en parte atribuible al escaso respaldo gubernamental, a un tiñoso patrocinio privado, a la competencia del cine y de la pantalla chica o a un sistema educativo pérfidamente carenciado, me avengo a considerar –en ello va mi crédito- que en nada corta medida la responsabilidad de la desafortunada situación que acabo de describir recae sobre los mismos “teatristas”, quienes acaso talentosos pero con una preparación deficiente en substanciales aspectos y adoleciendo de gusto romo y canija cultura se han revelado incapaces de montar con eficacia dramática obras de calidad artística incuestionable y de contenido humano permanente y profundo.
            Por si fuera cuestión menuda lo explanado en los renglones que anteceden, a los males que me ha tocado orear en términos nada compasivos, es imperativo agregar que nuestra clase histriónica si de un pie cojea es del que hace al éxito taquillero, lo cual induce a los que producen el espectáculo –usualmente comedias y astracanes- a preocuparse más por el costado económico y promocional de su emprendimiento que por la pertinencia del montaje que tienen entre manos. Y no es que opine yo que el tema crematístico no tiene relevancia; ingenuidad de a libra sería reputarlo asunto insignificante, pues hasta el cómico de la legua tiene que subvenir a las necesidades  cotidianas, siempre apremiantes, y lo justo y deseable es que lo haga gracias a su labor profesional.  Pero una cosa es no desatender los detalles relativos al dinero y otra muy diferente sacrificar la estética y creatividad de la puesta en escena a ruines afanes pecuniarios; realidad ésta que no me la estoy inventado, ya que basta echar un vistazo distraído a la oferta teatral para caer en la cuenta de que el grueso de las compañías que tienen acceso a las salas representativas del país, obsesionadas con atraer clientela multitudinaria, no acuden a otras propuestas que las de la revista comercial de más chabacana y vacua catadura.
            Empero, hasta un crítico a humo de pajas de la guisa del que estos juicios se ha arriesgado a estampar sabe perfectamente que en materia tan controversial y vasta como la abordada voy por modo ineluctable a dejar la harina amasada a medias. No importa. Con lo expuesto, que no me parece recusable, me doy por satisfecho.
            Ahora bien, un mínimo de ecuanimidad me obliga a reconocer que de higos a brevas sube a las tablas criollas –feliz excepción- alguna obra que prescindiendo de copioso cuanto menudo aparato de viso efectista y centrando la acción dramática en la versatilidad del comediante, acierta a conmover al espectador hasta la médula, enfrentándolo, como tiene que ser, a las verdades ineludibles y conflictivas de la existencia. Teatro de este cariz feraz y estimulante, que no es el que la reseña periodística en boga suele encarecer porque ajeno a toda pompa y trivial sensacionalismo se aviene al lenguaje arduo de la sencillez y de la rigurosa economía de medios expresivos, no abunda tras nuestros folclóricos bastidores, es cierto, pero de que lo hay, lo hay… Acuden a los puntos de mi pluma, para no ir más lejos, tres ejemplos paradigmáticos de la valiosa concepción teatral a que vengo de referirme: por lo que atañe al público infantil –tan importante y olvidado-, las estupendas creaciones de Lorena Oliva; y para los que no son niños, los montajes magistrales de una María Isabel Bosch y de un Manuel Chapuseaux. Los tres nombres mencionados y quizás algún otro que a mi mente no quiere ahora acudir, constituyen –admitámoslo de rondón- auténticos oasis de exuberante frescura en el árido pedregal de la vida escénica dominicana.
            De modo que así como en el campo del comercio hay mercancías avaladas por fechas de caducidad y precintados que dan fe de su óptima condición, en el mundo de las tablas contamos los hijos de esta insular Quisqueya con un puñado de artistas de alto coturno, cuya participación en cualquier pieza en el decisivo desempeño de la función de intérprete, de director o de esas dos responsabilidades conjuntamente, es el mejor sello de garantía por lo que respecta a la calidad que podemos esperar de la representación en la que intervienen.
            Me he extendido tal vez en demasía sobre este asunto porque es el caso que lo que, venciendo mi reticencia de resabiado espectador, me impulsó el pasado sábado a acomodarme en una butaca de la Sala Ravelo del Teatro Nacional no fue el hecho de que la comedia que esa noche se exhibía ostentase la firma del soberbio dramaturgo italiano Darío Fo (sobran los clásicos y autores de monta cuyas obras han sido escrupulosamente despedazadas en montajes de elencos nativos); ni tampoco quebrantó mis tapujos y reservas enterarme que la protagonista del monólogo que en el aludido espacio teatral iba a desarrollarse era Patricia Muñoz, pues ese nombre no despertaba en mí recuerdo alguno, ni malo ni bueno; no, lo que en verdad desarmó mi suspicacia animándome a conseguir boleta para aquella función fue comprobar que el director de pareja iniciativa escénica era nada más y nada menos que Manuel Chapuseaux.
            Y no marré el blanco. Que si un mal día lo tiene hasta el más pintado, bajo la dirección de un hombre de teatro de tan demostrado talento y acabada formación difícilmente se nos iba a ofrecer gato por liebre.
            Johanna Padana en el descubrimiento de América –título de la sátira de Darío Fo sobre la que versan estos magros escolios- colmó por entero mis expectativas. Me emocioné, reí, me identifiqué a plenitud con el picaresco y simpático personaje femenino, ficticio y sin embargo tan real que por el tablado deambulaba y, caramba, sobre todo, si algo tiene trazas de no estar sujeto a controversia es que no hubo momento de las peripecias allí dramatizadas en el que mi interés menguara o decayera mi curiosidad.
            Debo confesar que cuando minutos antes de comenzar el espectáculo leí en el impreso que a guisa de catálogo se nos obsequió que Patricia Muñoz había actuado durante muchos años junto a Germana Quintana (asidua y entregada directora de teatro cuya respetable actividad se halla sin embargo en los antípodas de mi personales preferencias) el escalofrío de la duda erizó mi piel: ¿acaso la actuación que en breve iba a dar inicio adolecería de esa engolada artificiosidad que reputaba yo por la peor nota distintiva del enfoque de la Quintana?... Lo que a continuación observé me hizo descartar por infundadas tan atemorizadoras sospechas.
            Patricia Muñoz (y conste que en materia de objeciones yo soy fuerte) mantuvo durante toda su prolongada interpretación –cercana a las dos horas- una altísima cota de vigor expresivo. No recitaba el texto, desde los adentros brotaba su palabra -esmerada la dicción y la voz harto bien proyectada-, en tanto que el gesto y el movimiento corporal acompañaban siempre con eficacia elocuente los altibajos hilarantes de la historia que el personaje de Fo, a gruesas pinceladas, como es de rigor en el aguafuerte de la caricatura, nos iba relatando.
            Y como fue convincente la actriz (que de haberse distinguido en su anterior trayectoria al modo en que ahora lo hizo a no dudar que su nombre me habría sonado en los oídos), como fue seductora la intérprete, insisto, quien acusó un desempeño dramático de notable relieve situado –enhorabuena- en la línea siempre actual de lo que acaso quepa denominar sin incurrir en inexactitud “lirismo lúdico de expresionista marchamo”, estilo característico de Chapuseaux, cuya feliz impronta estética se hizo sentir en cada un pormenor del cuidadoso montaje de marras; y como, last but not least, el libreto de Darío Fo, virulenta sátira, cáustica diatriba de talante social en torno a las barbaridades cometidas durante el descubrimiento de América no tiene desperdicio, el espectáculo, en resumidas cuentas, no pudo menos que colmarme de júbilo haciéndome reconciliar con la escena criolla.  
            Por una vez fuimos recompensados testigos de una obra de teatro representada con creatividad, fantasía y profesionalismo… Pero sólo tres días estuvo dicha pieza en la cartelera de la Ravelo. Lástima grande que en nuestro país, donde la basura con desvergüenza arrecia bajo los reflectores que iluminan el foro, lo bueno, digno y elevado dure lo que tarda en ser devorada una cucaracha en gallinero.