sábado, 30 de octubre de 2010

ANTONIO POMPA-BALDI, LA MAGIA DE UN PORTENTOSO INTÉRPRETE


            Si un jactancioso afán de exactitud me indujera a aventurar cuando no viene al caso señalamientos de semántica estofa (vicio del que suele adolecer cierta letrada mojigatería de criolla solera), acaso en los comentarios que a punto largo me propongo estampar sobre la acogedora candidez de esta cuartilla acerca del Concierto N° 2 de “Tempo Cámara 10”, “Marfiles en blanco y negro”, que se llevó a cabo en la Sala de la Cultura del Teatro Nacional Eduardo Brito la noche del pasado martes 19 de octubre, acaso, repito, ya en vena de remilgado academicismo comenzaría puntualizando que a la soberbia velada musical  con la que tuvimos la oportunidad infrecuente de deleitarnos en la referida ocasión no le acomodaba stricto sensu la denominación de “concierto”, sino la de “recital”, habida cuenta de que, si estoy bien informado, -el Diccionario de la Real Academia Española viene diligente en mi auxilio- califícase “recital” al “Concierto compuesto de varias obras ejecutadas por un solo artista en un mismo instrumento”; y eso, no otra cosa, fue lo que se nos obsequió –dádiva espléndida- en la aludida presentación de melódico viso.
            En efecto, el selecto programa al que se nos convidó (que incluía las “Piezas Fantásticas” Op. 12 de Schumann, la “Suite Bergamasque” de Debussy y la “Sonata N° 2” en Si Bemol Menor Op. 36 de Rachmaninov) sólo un instrumento requería, el piano, y de un único ejecutante precisaba, el virtuoso del teclado capaz de trasmutar en canto arrobador aquellos “marfiles en blanco y negro”.
            Ahora bien, para cumplir de manera cabal el desafío que implicaba ejecutar a entera satisfacción de los melómanos que abarrotaban la hospitalaria Sala de la Cultura –entre quienes no faltaba buen número de la crema y nata de los profesionales de la música seria de este país- era imperioso que el solista demostrase su maestría, su completo dominio de las partituras seleccionadas, su capacidad para, solventando las múltiples dificultades de orden técnico, expresar en su esencial pureza el contenido de pulsiones anímicas de las composiciones de los tres autores arriba mencionados: el cautivador alemán, el exquisito francés y el ruso apasionado, por modo a no dejar el menor resquicio por donde pudiera filtrarse entre los asistentes la roya de la reticencia ni el bacilo de la vacilación o de la duda.
            Mas, es imperativo reconocerlo, no hubo lugar en la soirée de marras para la decepción o el descreimiento; el formidable pianista que tuvimos el privilegio de escuchar no lo permitió; sus prodigiosos dedos daban la impresión de formar parte del teclado o, quizás, lo que ocurría y creíamos ver era que las teclas habían pasado a ser, por obra de sobrenatural embrujo, providencial extensión de sus manos… Sea lo que fuere, sólo ignorantes a dedicación exclusiva osarían acusarme de gastar protocolo de erudito o de sacar las cosa de quicio porque me empecine en sostener de manera categórica y sin que me tiemble el pulso que el virtuoso con cuyo desempeño tuvimos esa afortunada noche la posibilidad de gratificarnos dio con creces la talla, estrujándonos el corazón, sacudiéndonos el alma, iluminando los misteriosos caminos que conducen a los hontanares de nuestra humana condición con cada una de las notas que sabiamente supo arrancar al piano.
            ¿Quién fue el autor de semejante hechizo? ¿Quién, por un instante que es casi eternidad en el recuerdo, consiguió rescatarnos del anonimato gris de la rutina cotidiana para aposentarnos en la región feliz, inmaculada, del rendido embeleso? ¿Quién fue el alquimista que trasmutó en oro de sueño y de verdad el plomo desolador de lo anodino?...
            Antonio Pompa-Baldi, tal es su nombre. Consumado maestro del piano, ganador de innumerables lauros en certámenes internacionales, ovacionado concertista que en caudalosas giras ha ofrendado su arte en las más emblemáticas salas de todos los continentes, este fabuloso ejecutante de origen italiano, aunque estadounidense de nacionalidad, fue el taumaturgo que en la referida velada catapultó a una audiencia fascinada, embebecida, arrobada, hacia los propileos inmarcesibles de la armonía y la belleza.
            Artistas hay –a nadie cogerá de nuevas- que a pesar de hacer ostentación de un impresionante currículo, a la hora de demostrar su real valía quedan muy por debajo de las expectativas que pudiera haber despertado su promocionado historial. Antonio Pompa-Baldi no es parte de ese número. Si un virtuoso hay que no vende la piel del lobo como vellón de cordero pascual, es él. Nadie a quien asista un adarme de sensatez, luego de haberle escuchado, dejará de convenir que en punto a pericia técnica, elan  expresivo y acabado conocimiento del estilo de cada un compositor cuyas piezas interpreta debe ser tenido Pompa-Baldi, en tanto que profesional del teclado, por grande entre los señalados y encumbrado entre los conspicuos.
            Rueda por ahí la especie –tal vez de venero romántico- de que el cimero intérprete es el que, a semejanza de un Paganini o un Liszt, se entrega al frenesí y al arrebato, opinión que, salvo error de mi parte, tiene la edad de los prejuicios. Viene  a cuento entonces aclarar que no es el solista que nos ocupa de los que, a fuer de cumplido oficio y técnica perfectamente asimilada, se complace en ostentar su adquirida habilidad perpetrando sensacionalistas proezas de teclado a rebours  no pocas veces del espíritu de la obra ejecutada;  pues si bien es cierto que ni por asomo será posible advertir en su performance desaliño alguno ni tampoco, cuando la partitura lo reclama, le hallaremos flaco de nervio, garra y reciedumbre, no es menos verdad que el timbre de distinción de Antonio Pompa-Baldi cabe ser compendiado, a mi escasamente calificado parecer, en estas dos virtudes: su inigualable versatilidad que le permite identificarse a plenitud con el temple característico de cada pieza interpretada y su lúcida búsqueda de equilibrio que le lleva a no desentenderse jamás de un bienvenido comedimiento de clásico linaje.
            Si a lo que antecede añadimos que este incomparable instrumentista, lejos de traslucir esfuerzo alguno en sus ejecuciones, se paseaba por las obras con lúdico donaire, como quien sonríe ante un paisaje hermoso, acompañando, eso sí, como buen italiano, cada momento de la interpretación, cada pasaje, transición y secuencia, con gestos reveladores y posturas y ademanes que traducían al lenguaje del cuerpo y del semblante el gozo supremo que la música le procuraba, si sumamos, insisto, la observación que acabo de registrar a lo anterior, acaso no le haremos demasiada injusticia al aventurar esta recensión –pecadoramente subjetiva- de los rasgos más representativos de su arte.
            Del recital sobre el que han versado las precedentes apuntaciones valorativas queda –salta a la vista- mucho más que el rabo por desollar; empero, de ello, en mor de la brevedad, no dará cuenta este mi cálamo insignificante y anticuadamente desafecto a las frivolidades irresponsables de una post-modernidad que nunca sabrá aquilatar en su alcance y cuantía la creación del artista genuino. 

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