lunes, 18 de octubre de 2010

LA “YOA-ORQUESTA DE LAS AMÉRICAS” EN EL TEATRO NACIONAL

Demos inicio a estas modestas apuntaciones valorativas admitiendo de rondón que en República Dominicana, lugar en el que la fortuna caprichosa tuvo la veleidad de colocarme (donde la pérdida de las buenas costumbres del espíritu es un fait accompli y la ordinariez, de manos con la frivolidad, un día sí y otro también usurpan el espacio que en buena ley corresponde a más altas y depuradas expresiones de nuestra humana condición), que en un país como éste, decía, haber tenido la oportunidad de escuchar el concierto que en noche reciente ofreciera en el Teatro Nacional el afamado conjunto sinfónico YOA-Orquesta de las Américas, bajo la conducción impar de Carlos Miguel Prieto es –y no se abone este juicio a la cuenta de un gusto desmedido por la alabanza- memorable y raro privilegio.
Dispongo, en efecto, de toda clase de razones para dictaminar que la incomparable soiree musical a que vengo de referirme, sobre la que cálamo currente ensayaré esbozar a seguidas un puñado de perplejas observaciones, será recordada por el público que abarrotaba la sala “Carlos Piantini” en esa excepcional ocasión como un hito que en punto a belleza melódica y virtuosismo de la interpretación servirá de guía o indicador de calidad por lo que toca a evaluar las bondades de los conciertos que a partir de ahora se realicen… Pues eso tiene la excelencia de apetecible y de mortificante: que desde el instante mismo en que se nos descubre y con su figura gloriosa nos familiarizamos, la asumimos –aunque en ello no reparemos de manera consciente- a guisa de rasero con el que aquilatar las virtudes de cualesquiera otras manifestaciones artísticas de similar naturaleza; por modo tal que, hechos a lo mejor, no consentiremos ya bajo ningún concepto que se nos dispense un convite estético de rebajada cuantía y lucimiento sin que actividad semejante gane ipso facto nuestra decepcionada reprobación. Porque es inevitable que el llamado hombre de “buen gusto”, es decir, el que no se conforma con menos que con lo eminente y superior, sufra dolorosos retortijones cuando se le obliga a soportar –gajes de la cortesía de espectador discreto- ejecuciones instrumentales o de otra índole  en las que la impericia, el desabrimiento y la carencia de vitalidad se reparten con la cuchara grande el caldo generoso del espíritu.
 He aquí, sin embargo, que mi pluma, cuyo especial talento para meterse en dificultades es harto conocido, se ve en graves aprietos a la hora de dar cuenta de la esplendente dignidad alcanzada por el conjunto sinfónico y los solistas de la YOA- Orquesta de las Américas cuando atacaron las partituras del Concierto N° 1 en Mi Bemol Mayor de Franz Liszt, las Variaciones sobre un tema de Paganini de Sergei Rachmaninov y, luego del intermedio, la Sinfonía N° 7 en La Mayor de Ludwig van Beethoven. El apurado trance a que aludo, producto de la necesidad de restituir en palabras idóneas el goce que entonces me embargara, no tiene otra razón de ser que mi convicción de que el más brioso y veraz comentario acerca del concierto de marras, el más halagüeño y justiciero lenguaje al que pudiera mi péndola arrimarse, siempre aparecerá como pálido subrogado de la entrañable experiencia musical originaria; temo, otrosí, que por quemar sin tapujos el incienso de mi admiración ante la excelsitud de pareja performance melódica, habrá quien no dispute por crítico ecuánime y objetivo al autor de estos renglones… Tant pis –suelen exclamar los franceses-, que el elogio cuando es merecido, como en el caso que nos ocupa, sería incalificable cicatería medirlo en balanza de farmacéutico; porque, para empezar y para concluir, es difícil exagerar el portentoso desempeño de la orquesta invitada, de los dos galardonados solistas orientales que a ella se sumaban como de su encumbrado director.
            Kotaro Fakuma y Jue Wang, tercer y primer premios respectivamente del Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O’Shea, fueron a no dudarlo los protagonistas de la primera fase del concierto. Ambos, el japonés interpretando a Liszt y el chino a Rachmaninov, sedujeron al público –que esta vez me pareció constituido por personas más familiarizadas con la música clásica que en anteriores circunstancias- conjugando en sus intervenciones los tres fundamentales valores que, hasta donde mi escaso ingenio y exigua doctrina me permiten entender, no deben faltar a un solista de cuenta: técnica impecable de digitación, fidelidad al espíritu de la obra y pujanza expresiva.
La pieza del ilustre húngaro, hermosa ciertamente, aunque acaso más brillante que profunda, -la cual da pábulo a un efectista lucimiento que el pianista nipón supo en todo momento aprovechar-  fue interpretada por el solista y el resto de la orquesta con un calor, limpieza y seguridad que hizo que los oyentes se levantasen de sus butacas para rendir a los músicos, en particular al tecladista el homenaje de una prolongada y estruendosa ovación.
Otra no menos entusiasta e intensa coronó la ejecución de las Variaciones sobre un tema de Paganini de Sergei Rachmaninov, soberbiamente tocadas al piano por Jue Wang. Esta pieza del último período del mencionado maestro ruso, donde el romántico tardío que fue ese eminente virtuoso muestra una vez más su apego a la tradición de la música tonal y su indiferencia frente a las experimentaciones sonoras de las vanguardias de la época, es composición que cualquier persona con un conocimiento algo más que superficial en la materia no dejará de tener por sólida e irreprochable, sin importar cual sea la perspectiva estética desde la que la juzgue, creación magnífica que, en la versión esa noche ofrecida arrebató, como no podía menos de suceder, el corazón del público.
Mas si entre los que asistieron a la función que motiva estos escolios no habrá quien no se halle convencido de que la primera parte del programa, sobre la que vengo de arriesgar algunas apreciaciones, superó con creces las expectativas del melómano menos proclive a la indulgencia, lo que después del intermedio nos regalara  la YOA-Orquesta de las Américas fue, musicalmente hablando, un desempeño sinfónico sin ejemplar en nuestro isleño terruño, en torno al cual, en obsequio a la brevedad, me ceñiré a decir poco más que durante el tiempo que duró la interpretación de la Séptima de Beethoven –plato fuerte del regocijante menú que esa noche se nos servía- estuvimos los oyentes, de puro júbilo, en inminente peligro de levitación.
En efecto, habiendo innumerables veces escuchado –en vivo y en disco- esa deslumbradora sinfonía de la batuta de los más señalados directores, me atrevo a dictaminar que no condesciende a hipérboles hinchadas quien sostenga que la versión que de la misma brindara Carlos Miguel Prieto y su orquesta juvenil en esa memorable ocasión, en vista del prodigioso balance sonoro conseguido, de la feliz exactitud en las transiciones del piano al forte y del forte al piano, de lo ajustado del tempo y del nunca desfalleciente vigor expresivo del conjunto de los instrumentistas, resiste favorablemente hombrearse con las más representativas interpretaciones que de dicha obra quepan ser oídas en las variadas grabaciones de que podemos disponer en la actualidad.
            ¡Basta! Enfundemos la pluma. Sólo queda exclamar: ¡hurra!, ¡bravo!, que lo demás sería fatigar en vano los recursos de la retórica.

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