martes, 9 de noviembre de 2010

“JOHANNA PADANA”, UN EXCELENTE MONTAJE TEATRAL

                                                        
            Entre las numerosas vicisitudes a que nos tiene acostumbrados la vida cultural capitalina, una hay particularmente enojosa: la indigencia de nuestra carátula. No es menester fungir de profesional en el rebajamiento y el desdén para vituperar con muy fundamentados argumentos las bazofias escénicas que suelen poner en cartelera, en las salas más prestigiosas del país, las diferentes agrupaciones teatrales que se disputan el favor de un público harto disminuido y acaso, a fuerza de reiteradas decepciones, menos dispuesto que antes a dejarse engolosinar por truculencias de sesgo pseudo-intelectual  o por las fáciles frivolidades, no pocas veces tiznadas de plebeyez, del vodevil.
            Me cuento, pues, en el número, que peligrosamente se incrementa, de espectadores defraudados, que de puro llevarse chascos respondiendo una y otra vez –ilusa obstinación, porfía estéril- a los guiños seductores de las candilejas, y habiendo comprobado que por modo invariable ruedan por el suelo vueltas añicos las expectativas de disfrutar de un honesto espectáculo, han terminado por hurtar el cuerpo a lo que guarde relación con las majaderías de la escena criolla.
            No es que me induzca a dar tralla al teatro vernáculo un supuesto carácter avinagrado que ciertos desafectos a mi cálamo han creído advertir cuando me impongo ejercer el denostado oficio de crítico cultural (me hacen cargos gratuitos quienes así opinan), sino que es en rigor imposible, dada la persistente y notoria infecundidad de los montajes con que nos martirizan semana tras semana las distintas compañías de comediantes, no acudir a los menos piadosos calificativos por lo que toca a valorar el cementerio de lugares comunes, el calvario de vulgaridades con que vapulean directores e intérpretes la buena fe de los aficionados al arte de Talía que cometen la ligereza de ocupar –oh cándido optimismo- un asiento en el patio de butacas.
            Hemos de tener por cosa averiguada que la tibieza, para no llamarla frialdad, con que el público de nuestro medio, en acusado contraste con el de otras urbes, acoge la hodierna actividad teatral (cuya inequívoca señal la ofrece la rutina asaz melancólica de las funciones efectuadas en salas casi vacías), si bien, repito, pareja dejadez es en parte atribuible al escaso respaldo gubernamental, a un tiñoso patrocinio privado, a la competencia del cine y de la pantalla chica o a un sistema educativo pérfidamente carenciado, me avengo a considerar –en ello va mi crédito- que en nada corta medida la responsabilidad de la desafortunada situación que acabo de describir recae sobre los mismos “teatristas”, quienes acaso talentosos pero con una preparación deficiente en substanciales aspectos y adoleciendo de gusto romo y canija cultura se han revelado incapaces de montar con eficacia dramática obras de calidad artística incuestionable y de contenido humano permanente y profundo.
            Por si fuera cuestión menuda lo explanado en los renglones que anteceden, a los males que me ha tocado orear en términos nada compasivos, es imperativo agregar que nuestra clase histriónica si de un pie cojea es del que hace al éxito taquillero, lo cual induce a los que producen el espectáculo –usualmente comedias y astracanes- a preocuparse más por el costado económico y promocional de su emprendimiento que por la pertinencia del montaje que tienen entre manos. Y no es que opine yo que el tema crematístico no tiene relevancia; ingenuidad de a libra sería reputarlo asunto insignificante, pues hasta el cómico de la legua tiene que subvenir a las necesidades  cotidianas, siempre apremiantes, y lo justo y deseable es que lo haga gracias a su labor profesional.  Pero una cosa es no desatender los detalles relativos al dinero y otra muy diferente sacrificar la estética y creatividad de la puesta en escena a ruines afanes pecuniarios; realidad ésta que no me la estoy inventado, ya que basta echar un vistazo distraído a la oferta teatral para caer en la cuenta de que el grueso de las compañías que tienen acceso a las salas representativas del país, obsesionadas con atraer clientela multitudinaria, no acuden a otras propuestas que las de la revista comercial de más chabacana y vacua catadura.
            Empero, hasta un crítico a humo de pajas de la guisa del que estos juicios se ha arriesgado a estampar sabe perfectamente que en materia tan controversial y vasta como la abordada voy por modo ineluctable a dejar la harina amasada a medias. No importa. Con lo expuesto, que no me parece recusable, me doy por satisfecho.
            Ahora bien, un mínimo de ecuanimidad me obliga a reconocer que de higos a brevas sube a las tablas criollas –feliz excepción- alguna obra que prescindiendo de copioso cuanto menudo aparato de viso efectista y centrando la acción dramática en la versatilidad del comediante, acierta a conmover al espectador hasta la médula, enfrentándolo, como tiene que ser, a las verdades ineludibles y conflictivas de la existencia. Teatro de este cariz feraz y estimulante, que no es el que la reseña periodística en boga suele encarecer porque ajeno a toda pompa y trivial sensacionalismo se aviene al lenguaje arduo de la sencillez y de la rigurosa economía de medios expresivos, no abunda tras nuestros folclóricos bastidores, es cierto, pero de que lo hay, lo hay… Acuden a los puntos de mi pluma, para no ir más lejos, tres ejemplos paradigmáticos de la valiosa concepción teatral a que vengo de referirme: por lo que atañe al público infantil –tan importante y olvidado-, las estupendas creaciones de Lorena Oliva; y para los que no son niños, los montajes magistrales de una María Isabel Bosch y de un Manuel Chapuseaux. Los tres nombres mencionados y quizás algún otro que a mi mente no quiere ahora acudir, constituyen –admitámoslo de rondón- auténticos oasis de exuberante frescura en el árido pedregal de la vida escénica dominicana.
            De modo que así como en el campo del comercio hay mercancías avaladas por fechas de caducidad y precintados que dan fe de su óptima condición, en el mundo de las tablas contamos los hijos de esta insular Quisqueya con un puñado de artistas de alto coturno, cuya participación en cualquier pieza en el decisivo desempeño de la función de intérprete, de director o de esas dos responsabilidades conjuntamente, es el mejor sello de garantía por lo que respecta a la calidad que podemos esperar de la representación en la que intervienen.
            Me he extendido tal vez en demasía sobre este asunto porque es el caso que lo que, venciendo mi reticencia de resabiado espectador, me impulsó el pasado sábado a acomodarme en una butaca de la Sala Ravelo del Teatro Nacional no fue el hecho de que la comedia que esa noche se exhibía ostentase la firma del soberbio dramaturgo italiano Darío Fo (sobran los clásicos y autores de monta cuyas obras han sido escrupulosamente despedazadas en montajes de elencos nativos); ni tampoco quebrantó mis tapujos y reservas enterarme que la protagonista del monólogo que en el aludido espacio teatral iba a desarrollarse era Patricia Muñoz, pues ese nombre no despertaba en mí recuerdo alguno, ni malo ni bueno; no, lo que en verdad desarmó mi suspicacia animándome a conseguir boleta para aquella función fue comprobar que el director de pareja iniciativa escénica era nada más y nada menos que Manuel Chapuseaux.
            Y no marré el blanco. Que si un mal día lo tiene hasta el más pintado, bajo la dirección de un hombre de teatro de tan demostrado talento y acabada formación difícilmente se nos iba a ofrecer gato por liebre.
            Johanna Padana en el descubrimiento de América –título de la sátira de Darío Fo sobre la que versan estos magros escolios- colmó por entero mis expectativas. Me emocioné, reí, me identifiqué a plenitud con el picaresco y simpático personaje femenino, ficticio y sin embargo tan real que por el tablado deambulaba y, caramba, sobre todo, si algo tiene trazas de no estar sujeto a controversia es que no hubo momento de las peripecias allí dramatizadas en el que mi interés menguara o decayera mi curiosidad.
            Debo confesar que cuando minutos antes de comenzar el espectáculo leí en el impreso que a guisa de catálogo se nos obsequió que Patricia Muñoz había actuado durante muchos años junto a Germana Quintana (asidua y entregada directora de teatro cuya respetable actividad se halla sin embargo en los antípodas de mi personales preferencias) el escalofrío de la duda erizó mi piel: ¿acaso la actuación que en breve iba a dar inicio adolecería de esa engolada artificiosidad que reputaba yo por la peor nota distintiva del enfoque de la Quintana?... Lo que a continuación observé me hizo descartar por infundadas tan atemorizadoras sospechas.
            Patricia Muñoz (y conste que en materia de objeciones yo soy fuerte) mantuvo durante toda su prolongada interpretación –cercana a las dos horas- una altísima cota de vigor expresivo. No recitaba el texto, desde los adentros brotaba su palabra -esmerada la dicción y la voz harto bien proyectada-, en tanto que el gesto y el movimiento corporal acompañaban siempre con eficacia elocuente los altibajos hilarantes de la historia que el personaje de Fo, a gruesas pinceladas, como es de rigor en el aguafuerte de la caricatura, nos iba relatando.
            Y como fue convincente la actriz (que de haberse distinguido en su anterior trayectoria al modo en que ahora lo hizo a no dudar que su nombre me habría sonado en los oídos), como fue seductora la intérprete, insisto, quien acusó un desempeño dramático de notable relieve situado –enhorabuena- en la línea siempre actual de lo que acaso quepa denominar sin incurrir en inexactitud “lirismo lúdico de expresionista marchamo”, estilo característico de Chapuseaux, cuya feliz impronta estética se hizo sentir en cada un pormenor del cuidadoso montaje de marras; y como, last but not least, el libreto de Darío Fo, virulenta sátira, cáustica diatriba de talante social en torno a las barbaridades cometidas durante el descubrimiento de América no tiene desperdicio, el espectáculo, en resumidas cuentas, no pudo menos que colmarme de júbilo haciéndome reconciliar con la escena criolla.  
            Por una vez fuimos recompensados testigos de una obra de teatro representada con creatividad, fantasía y profesionalismo… Pero sólo tres días estuvo dicha pieza en la cartelera de la Ravelo. Lástima grande que en nuestro país, donde la basura con desvergüenza arrecia bajo los reflectores que iluminan el foro, lo bueno, digno y elevado dure lo que tarda en ser devorada una cucaracha en gallinero. 
   

sábado, 30 de octubre de 2010

ANTONIO POMPA-BALDI, LA MAGIA DE UN PORTENTOSO INTÉRPRETE


            Si un jactancioso afán de exactitud me indujera a aventurar cuando no viene al caso señalamientos de semántica estofa (vicio del que suele adolecer cierta letrada mojigatería de criolla solera), acaso en los comentarios que a punto largo me propongo estampar sobre la acogedora candidez de esta cuartilla acerca del Concierto N° 2 de “Tempo Cámara 10”, “Marfiles en blanco y negro”, que se llevó a cabo en la Sala de la Cultura del Teatro Nacional Eduardo Brito la noche del pasado martes 19 de octubre, acaso, repito, ya en vena de remilgado academicismo comenzaría puntualizando que a la soberbia velada musical  con la que tuvimos la oportunidad infrecuente de deleitarnos en la referida ocasión no le acomodaba stricto sensu la denominación de “concierto”, sino la de “recital”, habida cuenta de que, si estoy bien informado, -el Diccionario de la Real Academia Española viene diligente en mi auxilio- califícase “recital” al “Concierto compuesto de varias obras ejecutadas por un solo artista en un mismo instrumento”; y eso, no otra cosa, fue lo que se nos obsequió –dádiva espléndida- en la aludida presentación de melódico viso.
            En efecto, el selecto programa al que se nos convidó (que incluía las “Piezas Fantásticas” Op. 12 de Schumann, la “Suite Bergamasque” de Debussy y la “Sonata N° 2” en Si Bemol Menor Op. 36 de Rachmaninov) sólo un instrumento requería, el piano, y de un único ejecutante precisaba, el virtuoso del teclado capaz de trasmutar en canto arrobador aquellos “marfiles en blanco y negro”.
            Ahora bien, para cumplir de manera cabal el desafío que implicaba ejecutar a entera satisfacción de los melómanos que abarrotaban la hospitalaria Sala de la Cultura –entre quienes no faltaba buen número de la crema y nata de los profesionales de la música seria de este país- era imperioso que el solista demostrase su maestría, su completo dominio de las partituras seleccionadas, su capacidad para, solventando las múltiples dificultades de orden técnico, expresar en su esencial pureza el contenido de pulsiones anímicas de las composiciones de los tres autores arriba mencionados: el cautivador alemán, el exquisito francés y el ruso apasionado, por modo a no dejar el menor resquicio por donde pudiera filtrarse entre los asistentes la roya de la reticencia ni el bacilo de la vacilación o de la duda.
            Mas, es imperativo reconocerlo, no hubo lugar en la soirée de marras para la decepción o el descreimiento; el formidable pianista que tuvimos el privilegio de escuchar no lo permitió; sus prodigiosos dedos daban la impresión de formar parte del teclado o, quizás, lo que ocurría y creíamos ver era que las teclas habían pasado a ser, por obra de sobrenatural embrujo, providencial extensión de sus manos… Sea lo que fuere, sólo ignorantes a dedicación exclusiva osarían acusarme de gastar protocolo de erudito o de sacar las cosa de quicio porque me empecine en sostener de manera categórica y sin que me tiemble el pulso que el virtuoso con cuyo desempeño tuvimos esa afortunada noche la posibilidad de gratificarnos dio con creces la talla, estrujándonos el corazón, sacudiéndonos el alma, iluminando los misteriosos caminos que conducen a los hontanares de nuestra humana condición con cada una de las notas que sabiamente supo arrancar al piano.
            ¿Quién fue el autor de semejante hechizo? ¿Quién, por un instante que es casi eternidad en el recuerdo, consiguió rescatarnos del anonimato gris de la rutina cotidiana para aposentarnos en la región feliz, inmaculada, del rendido embeleso? ¿Quién fue el alquimista que trasmutó en oro de sueño y de verdad el plomo desolador de lo anodino?...
            Antonio Pompa-Baldi, tal es su nombre. Consumado maestro del piano, ganador de innumerables lauros en certámenes internacionales, ovacionado concertista que en caudalosas giras ha ofrendado su arte en las más emblemáticas salas de todos los continentes, este fabuloso ejecutante de origen italiano, aunque estadounidense de nacionalidad, fue el taumaturgo que en la referida velada catapultó a una audiencia fascinada, embebecida, arrobada, hacia los propileos inmarcesibles de la armonía y la belleza.
            Artistas hay –a nadie cogerá de nuevas- que a pesar de hacer ostentación de un impresionante currículo, a la hora de demostrar su real valía quedan muy por debajo de las expectativas que pudiera haber despertado su promocionado historial. Antonio Pompa-Baldi no es parte de ese número. Si un virtuoso hay que no vende la piel del lobo como vellón de cordero pascual, es él. Nadie a quien asista un adarme de sensatez, luego de haberle escuchado, dejará de convenir que en punto a pericia técnica, elan  expresivo y acabado conocimiento del estilo de cada un compositor cuyas piezas interpreta debe ser tenido Pompa-Baldi, en tanto que profesional del teclado, por grande entre los señalados y encumbrado entre los conspicuos.
            Rueda por ahí la especie –tal vez de venero romántico- de que el cimero intérprete es el que, a semejanza de un Paganini o un Liszt, se entrega al frenesí y al arrebato, opinión que, salvo error de mi parte, tiene la edad de los prejuicios. Viene  a cuento entonces aclarar que no es el solista que nos ocupa de los que, a fuer de cumplido oficio y técnica perfectamente asimilada, se complace en ostentar su adquirida habilidad perpetrando sensacionalistas proezas de teclado a rebours  no pocas veces del espíritu de la obra ejecutada;  pues si bien es cierto que ni por asomo será posible advertir en su performance desaliño alguno ni tampoco, cuando la partitura lo reclama, le hallaremos flaco de nervio, garra y reciedumbre, no es menos verdad que el timbre de distinción de Antonio Pompa-Baldi cabe ser compendiado, a mi escasamente calificado parecer, en estas dos virtudes: su inigualable versatilidad que le permite identificarse a plenitud con el temple característico de cada pieza interpretada y su lúcida búsqueda de equilibrio que le lleva a no desentenderse jamás de un bienvenido comedimiento de clásico linaje.
            Si a lo que antecede añadimos que este incomparable instrumentista, lejos de traslucir esfuerzo alguno en sus ejecuciones, se paseaba por las obras con lúdico donaire, como quien sonríe ante un paisaje hermoso, acompañando, eso sí, como buen italiano, cada momento de la interpretación, cada pasaje, transición y secuencia, con gestos reveladores y posturas y ademanes que traducían al lenguaje del cuerpo y del semblante el gozo supremo que la música le procuraba, si sumamos, insisto, la observación que acabo de registrar a lo anterior, acaso no le haremos demasiada injusticia al aventurar esta recensión –pecadoramente subjetiva- de los rasgos más representativos de su arte.
            Del recital sobre el que han versado las precedentes apuntaciones valorativas queda –salta a la vista- mucho más que el rabo por desollar; empero, de ello, en mor de la brevedad, no dará cuenta este mi cálamo insignificante y anticuadamente desafecto a las frivolidades irresponsables de una post-modernidad que nunca sabrá aquilatar en su alcance y cuantía la creación del artista genuino. 

lunes, 18 de octubre de 2010

LA “YOA-ORQUESTA DE LAS AMÉRICAS” EN EL TEATRO NACIONAL

Demos inicio a estas modestas apuntaciones valorativas admitiendo de rondón que en República Dominicana, lugar en el que la fortuna caprichosa tuvo la veleidad de colocarme (donde la pérdida de las buenas costumbres del espíritu es un fait accompli y la ordinariez, de manos con la frivolidad, un día sí y otro también usurpan el espacio que en buena ley corresponde a más altas y depuradas expresiones de nuestra humana condición), que en un país como éste, decía, haber tenido la oportunidad de escuchar el concierto que en noche reciente ofreciera en el Teatro Nacional el afamado conjunto sinfónico YOA-Orquesta de las Américas, bajo la conducción impar de Carlos Miguel Prieto es –y no se abone este juicio a la cuenta de un gusto desmedido por la alabanza- memorable y raro privilegio.
Dispongo, en efecto, de toda clase de razones para dictaminar que la incomparable soiree musical a que vengo de referirme, sobre la que cálamo currente ensayaré esbozar a seguidas un puñado de perplejas observaciones, será recordada por el público que abarrotaba la sala “Carlos Piantini” en esa excepcional ocasión como un hito que en punto a belleza melódica y virtuosismo de la interpretación servirá de guía o indicador de calidad por lo que toca a evaluar las bondades de los conciertos que a partir de ahora se realicen… Pues eso tiene la excelencia de apetecible y de mortificante: que desde el instante mismo en que se nos descubre y con su figura gloriosa nos familiarizamos, la asumimos –aunque en ello no reparemos de manera consciente- a guisa de rasero con el que aquilatar las virtudes de cualesquiera otras manifestaciones artísticas de similar naturaleza; por modo tal que, hechos a lo mejor, no consentiremos ya bajo ningún concepto que se nos dispense un convite estético de rebajada cuantía y lucimiento sin que actividad semejante gane ipso facto nuestra decepcionada reprobación. Porque es inevitable que el llamado hombre de “buen gusto”, es decir, el que no se conforma con menos que con lo eminente y superior, sufra dolorosos retortijones cuando se le obliga a soportar –gajes de la cortesía de espectador discreto- ejecuciones instrumentales o de otra índole  en las que la impericia, el desabrimiento y la carencia de vitalidad se reparten con la cuchara grande el caldo generoso del espíritu.
 He aquí, sin embargo, que mi pluma, cuyo especial talento para meterse en dificultades es harto conocido, se ve en graves aprietos a la hora de dar cuenta de la esplendente dignidad alcanzada por el conjunto sinfónico y los solistas de la YOA- Orquesta de las Américas cuando atacaron las partituras del Concierto N° 1 en Mi Bemol Mayor de Franz Liszt, las Variaciones sobre un tema de Paganini de Sergei Rachmaninov y, luego del intermedio, la Sinfonía N° 7 en La Mayor de Ludwig van Beethoven. El apurado trance a que aludo, producto de la necesidad de restituir en palabras idóneas el goce que entonces me embargara, no tiene otra razón de ser que mi convicción de que el más brioso y veraz comentario acerca del concierto de marras, el más halagüeño y justiciero lenguaje al que pudiera mi péndola arrimarse, siempre aparecerá como pálido subrogado de la entrañable experiencia musical originaria; temo, otrosí, que por quemar sin tapujos el incienso de mi admiración ante la excelsitud de pareja performance melódica, habrá quien no dispute por crítico ecuánime y objetivo al autor de estos renglones… Tant pis –suelen exclamar los franceses-, que el elogio cuando es merecido, como en el caso que nos ocupa, sería incalificable cicatería medirlo en balanza de farmacéutico; porque, para empezar y para concluir, es difícil exagerar el portentoso desempeño de la orquesta invitada, de los dos galardonados solistas orientales que a ella se sumaban como de su encumbrado director.
            Kotaro Fakuma y Jue Wang, tercer y primer premios respectivamente del Concurso Internacional de Piano de Santander Paloma O’Shea, fueron a no dudarlo los protagonistas de la primera fase del concierto. Ambos, el japonés interpretando a Liszt y el chino a Rachmaninov, sedujeron al público –que esta vez me pareció constituido por personas más familiarizadas con la música clásica que en anteriores circunstancias- conjugando en sus intervenciones los tres fundamentales valores que, hasta donde mi escaso ingenio y exigua doctrina me permiten entender, no deben faltar a un solista de cuenta: técnica impecable de digitación, fidelidad al espíritu de la obra y pujanza expresiva.
La pieza del ilustre húngaro, hermosa ciertamente, aunque acaso más brillante que profunda, -la cual da pábulo a un efectista lucimiento que el pianista nipón supo en todo momento aprovechar-  fue interpretada por el solista y el resto de la orquesta con un calor, limpieza y seguridad que hizo que los oyentes se levantasen de sus butacas para rendir a los músicos, en particular al tecladista el homenaje de una prolongada y estruendosa ovación.
Otra no menos entusiasta e intensa coronó la ejecución de las Variaciones sobre un tema de Paganini de Sergei Rachmaninov, soberbiamente tocadas al piano por Jue Wang. Esta pieza del último período del mencionado maestro ruso, donde el romántico tardío que fue ese eminente virtuoso muestra una vez más su apego a la tradición de la música tonal y su indiferencia frente a las experimentaciones sonoras de las vanguardias de la época, es composición que cualquier persona con un conocimiento algo más que superficial en la materia no dejará de tener por sólida e irreprochable, sin importar cual sea la perspectiva estética desde la que la juzgue, creación magnífica que, en la versión esa noche ofrecida arrebató, como no podía menos de suceder, el corazón del público.
Mas si entre los que asistieron a la función que motiva estos escolios no habrá quien no se halle convencido de que la primera parte del programa, sobre la que vengo de arriesgar algunas apreciaciones, superó con creces las expectativas del melómano menos proclive a la indulgencia, lo que después del intermedio nos regalara  la YOA-Orquesta de las Américas fue, musicalmente hablando, un desempeño sinfónico sin ejemplar en nuestro isleño terruño, en torno al cual, en obsequio a la brevedad, me ceñiré a decir poco más que durante el tiempo que duró la interpretación de la Séptima de Beethoven –plato fuerte del regocijante menú que esa noche se nos servía- estuvimos los oyentes, de puro júbilo, en inminente peligro de levitación.
En efecto, habiendo innumerables veces escuchado –en vivo y en disco- esa deslumbradora sinfonía de la batuta de los más señalados directores, me atrevo a dictaminar que no condesciende a hipérboles hinchadas quien sostenga que la versión que de la misma brindara Carlos Miguel Prieto y su orquesta juvenil en esa memorable ocasión, en vista del prodigioso balance sonoro conseguido, de la feliz exactitud en las transiciones del piano al forte y del forte al piano, de lo ajustado del tempo y del nunca desfalleciente vigor expresivo del conjunto de los instrumentistas, resiste favorablemente hombrearse con las más representativas interpretaciones que de dicha obra quepan ser oídas en las variadas grabaciones de que podemos disponer en la actualidad.
            ¡Basta! Enfundemos la pluma. Sólo queda exclamar: ¡hurra!, ¡bravo!, que lo demás sería fatigar en vano los recursos de la retórica.

BEETHOVEN MASACRADO (O EL INICIO DE LA SEGUNDA PARTE DE LA TEMPORADA SINFÓNICA)

            Cierta crítica conozco, demasiado abundosa en nuestro medio, que por sistema confunde la palabra con un garrote, hallando al parecer gozo cuasi lascivo en descalabrar sin misericordia cuanto se le pone por delante; dieran la impresión quienes la ejercen –cofradía de sierpes ponzoñosas- de que su deleite se intensifica en proporción inversa al número de fallas, insuficiencias y descuidos que ponen o creen poner al descubierto… No es el caso –quisiera pensarlo así- del autor de estas ceñudas cavilaciones. En punto a comentario valorativo mil veces prefiero elogiar y encarecer que no abaratar o derruir. Para desazón de la nutrida cáfila de lectores a la que sólo complace el dicterio y el rebajamiento que el amarillismo de la prensa con generosidad provee, no tiene mi pluma, en el ámbito de la apreciación estética, vocación de garra o de colmillo. Empero, si bien suelo acogerme a la elocuente y compasiva disciplina del silencio cuando lo que he leído, visto o escuchado no colma mis expectativas de resabiado fruidor de arte, a veces, como en el caso de estas apostillas, me veo impelido a romper tan saludable costumbre. Porque hay ciertas cosas en el campo del quehacer artístico ante las que un escoliasta que se respete no puede, no debe hacerse de la vista gorda so pena de incurrir en onerosa falta por lo que toca a su primordial e irrenunciable compromiso social, que no es otro sino orientar, estimular y esclarecer.

              Para preámbulos vamos sobrados con lo dicho. Entraré, pues, a seguidas en materia confiando por modo probablemente cándido e inadvertido que los juicios que se agolpan en mi cerebro y pugnan por volcarse en la página no sean considerados fruto de atrabiliario prejuicio o insana animadversión, sino lo que en puridad son e intentan ser: mi opinión personal, zahareña acaso pero no irresponsable, ni festinada, ni lastrada de ocultas intenciones, acerca del deplorable concierto con que dio inicio el pasado jueves 19 de agosto la segunda parte de la Temporada Sinfónica del año en curso, cuyo plato fuerte –al que exclusivamente me referiré por razones de espacio- era nada más y nada menos que la Novena Sinfonía de Beethoven.

            Asumo –espero que el melómano avisado en parejo dictamen me acompañe- que la virtud primera y en modo alguno deleznable de un buen director es la prudencia a la hora de seleccionar las obras que conviene incluir en el programa. Comenzaré entonces señalando que a mi tal vez erróneo pero honesto criterio, constituye un flagrante atentado contra la sensatez y el comedimiento lanzarse al coso a torear esa bestia tremenda que es la Sinfonía Coral del genio teutón, pieza supremamente difícil y compleja que en música representa lo que en pintura la Monalisa, en literatura la Divina Comedia, en escultura el David o en arquitectura el Partenón… Y semejante irreflexión y ligereza en orden a la elección de las obras del programa es también en no chica parte pasible de desaprobación con sólo tomar nota del hecho de que la aludida composición –célebre si las hay- ha sido objeto de memorables ejecuciones a cargo de las más calificadas orquestas y las más reconocidas y ovacionadas batutas del mundo, ejecuciones que, por si fuera poco lo que acabo de aseverar, han sido grabadas y pueden ser escuchadas siempre que uno lo desee, conformando así un paradigma de calidad al que, para igualarlo, es menester disponer de instrumentistas fuera de lo común y de un director de las condiciones excepcionales de un Toscanini, un von Karajan un Furtwangler o un Barenboim.

            Como ese está lejos de ser el caso de nuestra orquesta –compuesta en su mayoría por profesionales discretos y consagrados pero no sobresalientes-, ni de nuestro flamante director José Antonio Molina, músico a quien nadie escatimará talento y brillo pero que ni por asomo cuenta con la experiencia, dominio técnico y genialidad que le autoricen a  hombrearse con las cimeras figuras antes mencionadas, ocurrió lo que no podía dejar de suceder: La Novena Sinfonía de Beethoven fue torturada, mancillada, masacrada antes que interpretada. No recuerdo haber escuchado en toda mi vida de adicto melómano y fervoroso admirador del estro beethoveniano, una ejecución de la Novena tan a pie de tierra, pobre, carente de lustre, de perfilación y de acabado; desafinaban los músicos, no había limpieza en la sonoridad, en especial de los vientos, ni matización ninguna, en tanto que el tambor producía un escalofriante barullo de latón; a todas estas, el desarrollo de la obra –a la que se le imprimió una aceleración desaforada que lejos de añadir dramatismo iba en detrimento del sentido de la pieza- se mantuvo en un nivel de ejecución plano, mecánico y lineal, al que faltó en todo momento ese duende que hace que el intérprete reproduzca no sólo los símbolos de la partitura sino su espíritu; por lo demás, los solistas del coro –aparte de que también desafinaban de lo lindo- jamás dieron la talla en sus grises y anémicas intervenciones; sólo la masa coral tuvo una loable participación… Al cabo y a la postre, que la ejecución de la Novena Sinfonía, cuyos trapos sucios musicales me he visto en la penosa obligación de orear, (y dé por descontado el lector que falta por hacer inventario de muchos más lunares de los que he traído a colación) debería hacernos reflexionar en torno a esta delicada cuestión: en la esfera de la música culta es imperioso hacer conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones y atenernos a lo que podemos llevar a cabo de manera satisfactoria. Las buenas intenciones no bastan porque, como es fama, el infierno está tapiado de ellas. De donde, mientras a los dominicanos que amamos y nos dedicamos a las tareas artísticas se nos sigan subiendo los humos a la cabeza, continuaremos haciendo gigote, al llevarlas a la sala de conciertos, las más excelsas creaciones del arte musical.  

sábado, 16 de octubre de 2010

EL CONCIERTO DE CÁMARA DEL “QUINTETO ALLA BREVE”

Cierto melómano de cuyo nombre la desleal memoria mía se obstina en desentenderse sostenía que “La música de cámara siempre será un exceso”. Juicio tan categórico que, a las primeras de cambio, no dejará de parecer extravagante ni, por consiguiente, de sorprender al lector desprevenido, se cimentaba en el hecho de que según el referido opinante (que, convengamos en ello, de atendibles razones no andaba desasistido) sólo el más desmesurado amor al arte sonoro, sólo una pasión devoradora, irresistible por éste, era capaz de hacernos comprender por qué, haciendo caso omiso de otras formas musicales harto más aplaudidas, un compositor o un intérprete decidían consagrarse a la poco glamorosa y escasamente reconocida música de cámara… O, en obsequio de la exactitud no temeré ser reiterativo: que un absoluto desapego de cualquier objetivo de naturaleza ajena al mero deleite musical es lo único que puede inducir al músico a compartir atril con tres o cuatro colegas en un conjunto de cámara. Pues va de suyo que la de cámara es hoy por hoy modalidad musical cuasi residual, algo así como un vestigio o reliquia de tiempos pretéritos que a duras penas sobrevive merced a la devoción –o acaso chifladura- de un puñado de oyentes “exquisitos” que no se resignan a verla desaparecer estrechada entre el estruendo apabullante y magnífico de la nutrida orquesta sinfónica y el desplante no menos enardecedor, soberbio y colorido del melodrama teatral, manifestaciones estas dos últimas a buen seguro las más socorridas en el campo de la llamada música clásica.
¿A qué cabe atribuir la persistente y notoria impopularidad de los conjuntos cameráticos? ¿De dónde les viene la fama de “aburridos” y cuál sería la causa de su magro aliciente? ¿Por qué les da la espalda el gran público que, sin embargo, asiste con religiosa fidelidad a todos los conciertos de la temporada sinfónica? Y –remachémoslo- ¿a qué se debe que a pesar de la patente indiferencia demostrada por el aficionado habitual hacia la música de cámara, ésta sigue siendo, a juicio del más selecto núcleo de personas entendidas en la materia la cúspide, la más alta y depurada expresión del arte del sonido?
Como no tengo por cuestión de poco la inquietud que diera lugar a las interrogantes para nada retóricas que anteceden, ensayaré a seguidas –creo es lo que procede- responderlas, aun cuando, valga la aclaración, no esté mi pluma en ánimo de acometer el asunto por manera exhaustiva y concluyente; a ese tenor, me circunscribiré no más que a un señalamiento que, por cuanto atañe a dilucidar el punto que ahora nos ocupa, estimo de crucial importancia: la prisa, las urgencias inaplazables de la cotidianidad, la continua trepidación que caracteriza a la vida moderna en la que el individuo se ve expuesto al incesante bombardeo de mil excitaciones diversas, ha sido ocasión de que hombres y mujeres, seducidos, aturdidos, jaloneados por tantos espectaculares reclamos exteriores, se desvíen del camino que los conduce al encuentro de su genuino ser, esto es, a habitar la zona más recóndita y reveladora del humano existir: la de la propia intimidad… Y he aquí que sólo desde esos hontanares del yo (oasis de frescura y sosiego en el que germinan las verdades esenciales) es posible deleitarse con la música de cámara, la cual requiere para ser apetecida y paladeada de una sensibilidad que el “mundanal ruido” no haya logrado entumecer.
Si bien en su origen la calificación “de cámara” hacía hincapié en el hecho de que se trataba de una expresión musical doméstica, o sea, que se realizaba en la cámara o habitación de una residencia privada, generalmente palaciega, en la acepción moderna el término refiere no ya a la naturaleza del espacio de ejecución, que suele ser ahora un salón de concierto de moderadas dimensiones, sino a un género de música interpretada por un grupo exiguo de instrumentistas en el que –y esto tiene alcance fundamental- ninguno de ellos funge como simple acompañamiento, sino que se establece un diálogo donde cada virtuoso desempeña una parte de extensión y envergadura aproximadamente similar.
Para preámbulo vamos sobrados con lo expuesto. Después de todo, los trillados conceptos que acaban de escapar a los puntos de mi pluma en los renglones que preceden, si algo perseguían era situar en una perspectiva adecuada  –¿lo habré conseguido?- la presentación en días pasados del QUINTETO ALLA BREVE, agrupación de reciente surgimiento integrada por la pianista Jasmina Gavrilovich, la violista Jolanda Mancar Veljkivich, el violinista Igor Vasijevich, el contrabajista Velibor Veljkovich y la violonchelista Milena Zirkovich, nombres que remiten a la antigua Yugoeslavia de donde vinieron ellos a nuestro país hace ya muchos años.

En la Sala de la Cultura del Teatro Nacional, donde los miembros de dicho conjunto hicieran su debut con un programa constituido por dos obras: el segundo movimiento del Quinteto para piano y cuerdas den Mi Menor de Robert Schumann y el Quinteto en La Mayor, Die Forelle (La trucha) de Franz Schubert, la música, la verdadera, la más gentil, vívida y transparente sedujo el corazón de cuantos en aquella repleta estancia tuvimos el privilegio de escucharla.
El segundo movimiento del Quinteto de Schumann que ALLA BREVE ejecutara a modo de apertura es pieza sin lugar a dudas memorable en la que luces y sombras, patetismo y risueño fluir se combinan, y donde un tema obsesivo y no exento de dramatismo es contrarrestado por la soleada limpidez de otro de feliz tesitura; en el mentado movimiento domina la alegría, pero no dejan de percibirse oscuros coletazos de ominosa tragedia.
Y luego llegó “La trucha”. Me cuento en el número de quienes piensan que junto a los lieder, los más altos logros de Schubert es menester buscarlos en su música de cámara; porque en ella es donde el compositor le concede a su numen mayor margen de libertad. Acaso el Quinteto “La trucha” no se eleve a las alturas de otras obras maestras de dicho compositor universalmente reconocidas, como el Quinteto de cuerda en do mayor, o ese cuarteto en la menor donde topamos con el melancólico lied “Los Dioses de Grecia”, o también el de re menor en el que reaparecen las notas de “La Muerte y la Doncella”; pero lo cierto es que el Quinteto “La trucha” es, mírese por donde se mire, pieza primorosa, de afortunado melodismo en el que un tema de generosa expansividad es seguido por otros aún más excitantes y placenteros; temas que, de modo alternativo exponen el piano y los cuatro arcos para, apenas se llega al movimiento final, reaparecer el motivo engalanado con todos sus ornamentos que el teclado subraya y glorifica.
Nos obsequiaron los intérpretes una versión musical signada por la inteligencia, la precisión y la gracia, versión rítmicamente irreprochable en la que, sin detrimento del factor expresivo, reinó desde el inicio hasta la nota postrera el equilibrio y la mesura.
Que el QUINTETO ALLA BREVE persista en recorrer el arduo camino de la música de cámara por el que comienzan con excelente pie a abrirse paso es nuestro más caro deseo e ilusionada expectativa; pues si bien es notorio que en Dominicana, donde para sobrevivir el músico atrilista debe rebuscárselas tocando en bodas, fiestas y bautizos, imponer el gusto de parejo género no será tarea liviana ni expedita, vale la pena intentarlo porque el arte del sonido en sus supremas manifestaciones no es profesión ni oficio, sino algo mucho más trascendente: el más imprescindible lujo que los seres humanos se hayan podido dar.

“GEMAS DEL CORAZÓN”: ACIERTOS Y REVESES DE UNA VELADA MUSICAL

            Hecho estoy a la idea –acaso descaminada- de que, con excepción de breve minoría, el dominicano tiene en poco las bondades de la música clásica. Atribuyo pareja repulsa o desestimación –corríjame el lector si me equivoco- a que es de todo punto imposible sentirnos atraídos por aquello con lo que no estamos familiarizados. No se puede amar lo que no se conoce; y como en nuestro medio insular nada parece haber sido repartido con más dispendiosa prodigalidad, con más democrático celo que la ignorancia, sería contra razón esperar que el gran público que abarrota los estadios en decenas de miles, remeneándose al compás estruendoso de los ritmos de moda, muestre similar entusiasmo al oír una fuga de Bach, una sonata de Mozart o una sinfonía de Beethoven. Ingenuidad de a folio sería imaginar que algo así pudiera suceder. Sobre el sólido suelo donde germinan los menos prescindibles valores estéticos de la cultura universal, ocupa la música que no por modo antojadizo llamamos “clásica” un lugar preeminente. Y en el jardín espléndido de tan magnas creaciones del espíritu –lo tengo por cosa averiguada- es la aludida forma artística la reina indiscutida de las flores, la majestuosa catleia (¿se escribirá así?) que captura la deslumbrada pupila del contemplador.

            He aquí, sin embargo, que uno de los más inconfundibles síntomas de la insipiencia es el mal gusto, el cual, ya que estamos de vena explicativa, me arriesgaría yo a definir como la incapacidad de reaccionar con admiración, júbilo y embeleso ante la belleza en cualesquiera de sus múltiples manifestaciones. Mas si per se preséntasenos como lastimosa en grado extremo semejante falencia, lo peor falta aún por considerar: que el ignorante, en razón de que desconoce que lo es, no siente la necesidad de poner remedio a su indigente condición. Perpetuase así la atrofia espiritual del hombre del común frente a la incuria irresponsable de sucesivos gobiernos a los que no parece importar un comino la educación del pueblo por cuyo bienestar afirman con demagógica improbidad luchar y desvivirse.

            Quizá sea esta la causa de que no juzguemos pasible de recriminación –por más que prefiramos escuchar del más respetable conjunto melódico del país otro tipo de música- incluir en el programa de conciertos de la Sinfónica, cosa de desbastar la sensibilidad embotada del oyente bisoño, piezas populares muy conocidas (sones, boleros, merengues) ennoblecidas, eso sí, con arreglos y orquestaciones ad hoc.

            No fue otro el menú que nos tenía reservado en la segunda parte de la “Gran Gala Benéfica Gemas del Corazón” –la cual tuvo por escenario la sala Carlos Piantini del Teatro Nacional el 25 de agosto pasado- el Director Titular de nuestra orquesta, José Antonio Molina, para regocijo del nutrido público que esa noche se hizo presente y al que el tropical colorido de tan festivas interpretaciones no podía dejar indiferente.

            Las elementales aunque vistosas ejecuciones a que he aludido en los renglones que anteceden fueron precedidas –viene a punto recalcarlo- por la interpretación de la “Obertura Yaya” del mismo Molina; creación esta última de brillo liviano y pegajoso, efectista en el buen sentido de la palabra, cuyo juguetón contenido temático, que hinca raíces en lo autóctono, conquistó el aplauso de un público benevolente para el que el aspecto intelectual y constructivo de la música en lo que a su disfrute concernía no eran, ¡vaya que estaba claro!, reconocible prioridad.

            Así las cosas, es de lamentar que la primera parte de la “Gran Gala Benéfica” sobre la que cálamo currente me he impuesto la tarea de estampar estos infractores comentarios, estuviera lejos, muy lejos de colmar las expectativas de un oído medianamente vezado en la materia. Pues si bien la “Danza Bacanal de la Ópera Sansón y Dalila” con la que abrió la audición nos despertó el apetito a fuer de rítmica, sensual y provocadora, lo que siguió –el plato fuerte de la noche- dio pie a que me embalsamara en un tedio sin parangón.

            Y que conste: no me expreso así por el mezquino placer de lanzar pullas irritantes; pues a lo que menos soy adicto –rara avis en esta isla donde prospera la simulación y la contumelia es poco menos que una categoría existencial- es al rebajamiento y al desdén. Pero la crítica cultural y artística seria –la única que merece nuestra atención- importa a buen seguro la exigencia de hacer justicia valorativa, proceso que no es factible llevar a cabo sin comprometer el propio juicio o, dicho en romance paladino, sin encarecer virtudes y señalar defectos… Es precisamente lo que intento hacer; y lo que, otrosí, aunque incurra en sospecha de innecesario “penchant” polémico, me induce a declarar que el Concierto N°3 en Si menor Op. 61 para violín y orquesta de Camille Saint Saens fue, por donde quiera se lo tome o se lo mire, aburrido a morir, insoportablemente desvaído y sin gracia.

            ¿Podía resultar de otro modo cuando la solista invitada, la joven dominicana Aisha Syed, quien llegaba de Inglaterra precedida por la fama de virtuosa precoz, nos anestesió merced a un desempeño gris, huérfano de brío, mecánico y lineal? Su afónico instrumento a duras penas se escuchaba.; no mostró en ningún momento la solista ánimo, calidad expresiva, fuerza de arco. Me asiste la esperanza –es lo único que no se pierde si atendemos a lo que le ocurrió a Pandora- de que futuras presentaciones de nuestra compatriota, cuyo ardor interpretativo se redujo en esta ocasión al encendido escarlata del vestido que llevaba puesto, me obliguen al desmentido; de ser así, cantaré complacido y sin titubeos la palinodia.

            Empero, mientras damos tiempo a que pareja posibilidad cristalice, seguiré creyendo –dudo que sea nadie capaz de probarme lo contrario porque no tiene el asunto vuelta de hoja- que es muy poco beneficioso para la clase artística en ascenso la vernácula costumbre (¿cuándo seremos capaces de librarnos de ella?) de encastillar a ciertos jóvenes estudiantes más o menos talentosos en una idolátrica y excluyente admiración.

WAGNER, CHOPIN Y BEETHOVEN EN LA BATUTA DE THOMAS SANDERLING

             La sentencia atribuida al legendario director italiano Arturo Toscanini en la que estatuía en tono francamente provocador que no hay orquestas malas o buenas, sino sólo buenos o malos directores, pese a su inconfundible apariencia de “boutade”, tiene trazas de expresar una verdad que –de ello estoy muy cierto- no sería prudente desatender.

            En efecto, creo ir asistido de razón al presumir que si bien ningún director de orquesta es un Merlín alquimista al que podamos exigir que trasmute el gravoso plomo de la mediocridad en el oro reluciente de la excelencia, sería craso error suponer que la función que le corresponde llevar a cabo, batuta en mano y de espaldas al público, es meramente episódica, marginal o decorativa.

            ¿A qué vienen estas acaso prescindibles consideraciones? A que, en cuanto puede conjeturarse, el meritorio desempeño de la Sinfónica criolla el pasado primero de septiembre guarda relación con el hecho de que al frente de la misma se hallaba nada más y nada menos que el veterano director Thomas Sanderling. Porque un director de fuste, aunque no haga milagros, siempre será capaz, si encabeza un conjunto profesional, –y el nuestro, no lo dudemos, lo es- de interpretar la música de los grandes compositores con el más halagüeño resultado.

            Cierto autor cuyo nombre mi ingratitud olvida hacía una observación que doy por correcta y oportuna, hela aquí: La orquesta es un instrumento más que el director activa según su concepción, deseo y voluntad, como hace el virtuoso ejecutante cuando oprime de la manera que juzga más apropiada las ochenta y ocho teclas de su piano… Con la diferencia, sutil y enorme a la vez, de que una tecla de piano, una cuerda de violín o una boquilla de oboe o clarinete sólo oponen al músico resistencia de índole mecánica, en tanto que cada instrumentista de una filarmónica es primero y antes que nada un ser humano, un individuo con personalidad, prejuicios, experiencias, técnica, cultura y tradición. De donde no basta ser músico vezado y talentoso para dirigir satisfactoriamente una orquesta, sino que, además, ha de poseer el que a semejante tarea se aplica agudas cualidades de psicólogo, pues cuanto más atinadamente y con menos fricción sepa coordinar a los miembros de la agrupación orquestal, mejor y más gratificante será el rendimiento que obtendrá de ellos.

            Tremenda ha de ser la habilidad del señor Sanderling por lo que atañe a la manera como se relaciona con los miembros de la orquesta y extrae de ellos la más opima cosecha en punto a musical desempeño y cordial disponibilidad, que otra explicación no me viene a las mientes para esclarecer el misterio de cómo, con tan escaso tiempo de ensayo, casi de un día para el otro, consiguió que cada un ejecutante se entregase a plenitud y con notorio entusiasmo a cumplir la parte que tenía asignada en la fausta programación de la que estas apuntaciones apresuradas pretenden dar incompleto registro.

            Sea lo que fuere, no por comedir mis palabras dejaré de poner de resalto que el referido concierto, lejos de asestarnos cobre por oro, colocó a los músicos de la sinfónica en el sitial que en rigor les corresponde, el reservado a los respetables intérpretes de nuestra más prestigiosa institución musical.

            Abrió el programa la justamente encomiada obertura de la ópera “Los Maestros Cantores de Nuremberg”, archiejecutada partitura de Wagner en la que este genial creador nos seduce con algunos de sus más hospitalarios ritmos y amenas melodías, obra en la que, luego del intenso cromatismo del “Tristán”, nos encara a la más espléndida cuanto inesperada muestra de expresividad diatónica. El espíritu wagneriano, en la versión que tuvimos la dicha de escuchar, fue en todo momento reconocible, quedando impresas en las notas la solemnidad un tanto aparatosa y acaso sonreída que el asunto y enfoque –se trata después de todo de un Ópera Cómica- reclamaban.

            A continuación nos esperaba Chopin, el romántico por antonomasia, con su “Concierto N° 2 en Fa Menor Op. 21” para piano y orquesta. A fuer de rigurosos, tal vez proceda rebautizar dicha pieza  como compuesta no para piano y orquesta, sino para piano con acompañamiento de orquesta, lo cual, bien miradas la cosas, no es consentir en injusticia, habida cuenta de que esta juvenil partitura del emotivo polaco, antes que a la concepción concertista basada en el diálogo y contraposición de dos fuerzas opuestas pero iguales –solista y orquesta-, responde a otra tradición, representada, si no me pago de apariencias, por el Mozart de las primeras épocas y J. C. Bach, entre otros compositores menores escasamente interpretados en los tiempos que corren, tradición en la que la orquesta se somete al instrumento solista. Tal es la causa de que en la escritura de parejo concierto predomine el lirismo y no el drama. Lo que en él interesa no son las tensiones y su final resolución, a la titánica manera beethoveniana, sino los pormenores deliciosos de la melodía que nos hace partícipes de un estilo típicamente florido, exornado con rápidas figuraciones. Y esa belleza de sesgo poético y sentimental fue transparentemente destacada por el pianista ucraniano Pavel Gintov, virtuoso cuya precisión, corrección y habilidad al teclado contrastaban fuertemente con su parca expresividad gestual.

                 Y, al final, cerrando con broche de oro la velada, la “Sinfonía N° 4 en Re menor, Op. 120” de Schumann, obra de memorable hermosura que no suele faltar en los programas de los principales conjuntos sinfónicos internacionales y acerca de la cual, sin perjuicio de volver sobre el tema en más favorable oportunidad, me contraeré por ahora a decir que fue ejecutada con tan singular maestría y perfecta comprensión de su sentido y valores armónicos, melódicos y rítmicos, que ni el más exigente de los melómanos –en cuyo arisco número no quisiera ser incluido el autor de estas líneas- habría podido –y en ello va mi crédito- percibir titubeo, desliz o ambigüedad.

            ¡Enhorabuena!... Felicitemos a Thomas Sanderling y a nuestra Sinfónica, y vayamos preparando el paladar para el próximo concierto, donde el mismo director y la misma orquesta a buen seguro no nos defraudarán.