sábado, 16 de octubre de 2010

EL CONCIERTO DE CÁMARA DEL “QUINTETO ALLA BREVE”

Cierto melómano de cuyo nombre la desleal memoria mía se obstina en desentenderse sostenía que “La música de cámara siempre será un exceso”. Juicio tan categórico que, a las primeras de cambio, no dejará de parecer extravagante ni, por consiguiente, de sorprender al lector desprevenido, se cimentaba en el hecho de que según el referido opinante (que, convengamos en ello, de atendibles razones no andaba desasistido) sólo el más desmesurado amor al arte sonoro, sólo una pasión devoradora, irresistible por éste, era capaz de hacernos comprender por qué, haciendo caso omiso de otras formas musicales harto más aplaudidas, un compositor o un intérprete decidían consagrarse a la poco glamorosa y escasamente reconocida música de cámara… O, en obsequio de la exactitud no temeré ser reiterativo: que un absoluto desapego de cualquier objetivo de naturaleza ajena al mero deleite musical es lo único que puede inducir al músico a compartir atril con tres o cuatro colegas en un conjunto de cámara. Pues va de suyo que la de cámara es hoy por hoy modalidad musical cuasi residual, algo así como un vestigio o reliquia de tiempos pretéritos que a duras penas sobrevive merced a la devoción –o acaso chifladura- de un puñado de oyentes “exquisitos” que no se resignan a verla desaparecer estrechada entre el estruendo apabullante y magnífico de la nutrida orquesta sinfónica y el desplante no menos enardecedor, soberbio y colorido del melodrama teatral, manifestaciones estas dos últimas a buen seguro las más socorridas en el campo de la llamada música clásica.
¿A qué cabe atribuir la persistente y notoria impopularidad de los conjuntos cameráticos? ¿De dónde les viene la fama de “aburridos” y cuál sería la causa de su magro aliciente? ¿Por qué les da la espalda el gran público que, sin embargo, asiste con religiosa fidelidad a todos los conciertos de la temporada sinfónica? Y –remachémoslo- ¿a qué se debe que a pesar de la patente indiferencia demostrada por el aficionado habitual hacia la música de cámara, ésta sigue siendo, a juicio del más selecto núcleo de personas entendidas en la materia la cúspide, la más alta y depurada expresión del arte del sonido?
Como no tengo por cuestión de poco la inquietud que diera lugar a las interrogantes para nada retóricas que anteceden, ensayaré a seguidas –creo es lo que procede- responderlas, aun cuando, valga la aclaración, no esté mi pluma en ánimo de acometer el asunto por manera exhaustiva y concluyente; a ese tenor, me circunscribiré no más que a un señalamiento que, por cuanto atañe a dilucidar el punto que ahora nos ocupa, estimo de crucial importancia: la prisa, las urgencias inaplazables de la cotidianidad, la continua trepidación que caracteriza a la vida moderna en la que el individuo se ve expuesto al incesante bombardeo de mil excitaciones diversas, ha sido ocasión de que hombres y mujeres, seducidos, aturdidos, jaloneados por tantos espectaculares reclamos exteriores, se desvíen del camino que los conduce al encuentro de su genuino ser, esto es, a habitar la zona más recóndita y reveladora del humano existir: la de la propia intimidad… Y he aquí que sólo desde esos hontanares del yo (oasis de frescura y sosiego en el que germinan las verdades esenciales) es posible deleitarse con la música de cámara, la cual requiere para ser apetecida y paladeada de una sensibilidad que el “mundanal ruido” no haya logrado entumecer.
Si bien en su origen la calificación “de cámara” hacía hincapié en el hecho de que se trataba de una expresión musical doméstica, o sea, que se realizaba en la cámara o habitación de una residencia privada, generalmente palaciega, en la acepción moderna el término refiere no ya a la naturaleza del espacio de ejecución, que suele ser ahora un salón de concierto de moderadas dimensiones, sino a un género de música interpretada por un grupo exiguo de instrumentistas en el que –y esto tiene alcance fundamental- ninguno de ellos funge como simple acompañamiento, sino que se establece un diálogo donde cada virtuoso desempeña una parte de extensión y envergadura aproximadamente similar.
Para preámbulo vamos sobrados con lo expuesto. Después de todo, los trillados conceptos que acaban de escapar a los puntos de mi pluma en los renglones que preceden, si algo perseguían era situar en una perspectiva adecuada  –¿lo habré conseguido?- la presentación en días pasados del QUINTETO ALLA BREVE, agrupación de reciente surgimiento integrada por la pianista Jasmina Gavrilovich, la violista Jolanda Mancar Veljkivich, el violinista Igor Vasijevich, el contrabajista Velibor Veljkovich y la violonchelista Milena Zirkovich, nombres que remiten a la antigua Yugoeslavia de donde vinieron ellos a nuestro país hace ya muchos años.

En la Sala de la Cultura del Teatro Nacional, donde los miembros de dicho conjunto hicieran su debut con un programa constituido por dos obras: el segundo movimiento del Quinteto para piano y cuerdas den Mi Menor de Robert Schumann y el Quinteto en La Mayor, Die Forelle (La trucha) de Franz Schubert, la música, la verdadera, la más gentil, vívida y transparente sedujo el corazón de cuantos en aquella repleta estancia tuvimos el privilegio de escucharla.
El segundo movimiento del Quinteto de Schumann que ALLA BREVE ejecutara a modo de apertura es pieza sin lugar a dudas memorable en la que luces y sombras, patetismo y risueño fluir se combinan, y donde un tema obsesivo y no exento de dramatismo es contrarrestado por la soleada limpidez de otro de feliz tesitura; en el mentado movimiento domina la alegría, pero no dejan de percibirse oscuros coletazos de ominosa tragedia.
Y luego llegó “La trucha”. Me cuento en el número de quienes piensan que junto a los lieder, los más altos logros de Schubert es menester buscarlos en su música de cámara; porque en ella es donde el compositor le concede a su numen mayor margen de libertad. Acaso el Quinteto “La trucha” no se eleve a las alturas de otras obras maestras de dicho compositor universalmente reconocidas, como el Quinteto de cuerda en do mayor, o ese cuarteto en la menor donde topamos con el melancólico lied “Los Dioses de Grecia”, o también el de re menor en el que reaparecen las notas de “La Muerte y la Doncella”; pero lo cierto es que el Quinteto “La trucha” es, mírese por donde se mire, pieza primorosa, de afortunado melodismo en el que un tema de generosa expansividad es seguido por otros aún más excitantes y placenteros; temas que, de modo alternativo exponen el piano y los cuatro arcos para, apenas se llega al movimiento final, reaparecer el motivo engalanado con todos sus ornamentos que el teclado subraya y glorifica.
Nos obsequiaron los intérpretes una versión musical signada por la inteligencia, la precisión y la gracia, versión rítmicamente irreprochable en la que, sin detrimento del factor expresivo, reinó desde el inicio hasta la nota postrera el equilibrio y la mesura.
Que el QUINTETO ALLA BREVE persista en recorrer el arduo camino de la música de cámara por el que comienzan con excelente pie a abrirse paso es nuestro más caro deseo e ilusionada expectativa; pues si bien es notorio que en Dominicana, donde para sobrevivir el músico atrilista debe rebuscárselas tocando en bodas, fiestas y bautizos, imponer el gusto de parejo género no será tarea liviana ni expedita, vale la pena intentarlo porque el arte del sonido en sus supremas manifestaciones no es profesión ni oficio, sino algo mucho más trascendente: el más imprescindible lujo que los seres humanos se hayan podido dar.

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