sábado, 9 de octubre de 2010

Acerca del mal gusto


Quien se sienta agraviado al contemplar las mil perversas formas de las que la injusticia y la desigualdad se valen para hacer de este mundo un lugar poco hospitalario, ciertamente exultará de júbilo apenas compruebe que cuando menos una cosa parece haber sido repartida entre todos los habitantes del planeta de manera asaz equitativa y democrática… me refiero al mal gusto.

“¿Quién que es no es romántico?”, interpelaba poéticamente décadas atrás el cándido Rubén. Todavía era posible en aquel tiempo feliz de bastón, monóculo y chistera confesarse romántico sin sucumbir a las asechanzas de la cursilería. Hoy, cuando el romanticismo (a consecuencia, entre otros mediáticos percances, de las telenovelas lacrimosas) exhala un inconfundible tufillo a ñoñez de solterona puritana, la sospecha de haber capitulado a pareja flaqueza – no ya de proclamarlo a los cuatro vientos como hiciera Darío – es motivo de alarma y de vergüenza; en ninguna circunstancia condición de la que, estrenando el siglo XXI, quepa presumir.

Parodiando al inmortal nicaragüense, la pregunta que de fijo corresponde a estos alboreales días del tercer milenio no la alcanzo a imaginar sino con esta traza: ¿Quién que es no ostenta su mal gusto?

Desde luego, que el lector – cuyo vapuleado amor propio no le dejará guardar silencio – podría muy bien replicarme: “A usted, mi buen señor, ¿quién lo ha nombrado juez supremo para dictaminar acerca del gusto? ¿Acaso fue ungido por la divinidad para prescribir en esa materia?”

Obviamente, no me resultará tarea liviana refutar a ese lector zahorí. ¿Quién tiene bula para decidir cuando es plausible el gusto y cuándo debe concitar nuestro desdén? Planteada la cuestión en tan abstractos y especulativos términos, se me figura batalla de antemano perdida rebatir a quien se empeñe en sostener que no hay modo de comprobar objetivamente la superioridad de un gusto sobre otro; y se complazca en derivar de ello el acomodaticio criterio de que tanto monta el oro como el latón. Porque, efectivamente, en las asépticas regiones de la teoría, en el reino de la divagación conceptual (pero sólo allí) cabe blandir, a título de hipótesis legítima, lo que en la esfera de nuestra experiencia cotidiana la testaruda realidad no puede dejar de desmentir.

Los que (tal vez con el inconfeso propósito de reivindicar vergonzantes penurias) se refugian en un relativismo a ultranza desde cuyas orillas nada hallan más fácil que recusar cualquier intento, por moderado que sea, de instituir jerarquías en el campo del gusto, los que del modo señalado proceden, se me parece a Zenón, el eleático, con su famosa aporía de Aquiles y la tortuga, mediante la cual pretendía convencernos el aventajado discípulo de Parménides de la imposibilidad del movimiento, alegando que el más veloz de los hombres, si le daba cierta ventaja inicial a una tortuga, no sería capaz de alcanzarla nunca.

Pero – claro está -, mal le pese al agudo Zenón, el movimiento existe; y no cabe dudar quién ganaría la carrera si Aquiles -sobre el terreno y no en las delgadas alturas de la disquisición filosófica-, compitiese en liza desigual con el flemático quelonio.

De manera semejante, no me será concedido probar a entera satisfacción de inteligencias quisquillosas la presencia de gustos óptimos y pésimos. Mas, no bien opto por echar a un lado las argucias silogísticas y me adentro en la comarca de mi propio sentir y espontánea intuición, la verdad de que no todos los gustos son igualmente admisibles y de que, por consiguiente, es menester colocarlos en una escala que va del sumo refinamiento a la torpeza suma, por sí misma resplandece indiscutible.

Siempre ha habido gustos depurados y gustos vulgares. Pero lo que tengo por novedad insólita de la época que nos ha tocado padecer, es la proliferación de una casta de intelectuales que insisten en persuadirnos a golpe de sesudos análisis y sofisticadas explicaciones que el mal gusto, después de todo, no es tan malo, ni tan bueno el que hasta ahora habíamos creído superior. De dar fe a lo explayado en innumerables tratados, ensayos y artículos por esos originales pensadores, las flores suelen apestar y embelesarnos con sus fétidas emanaciones la cloaca; posee más belleza el estercolero que el cuidado jardín; resulta más agradable la contemplación de un cadáver putrefacto que la del encarnado ocaso melancólico; Y, naturalmente, como es preciso por sobre todas las cosas evitar criterios de valor al comparar los gustos de las personas (no vayamos a herir la democrática susceptibilidad de la masa), habida cuenta de que en tan subjetiva materia nada hay que no admita ser puesto en tela de juicio, habremos de aceptar sin sorpresa ni asombro que la más reciente grabación de un conjunto merenguero tiene sobrados méritos para disputar el cetro musical a la Novena Sinfonía de Beethoven; y también, deberemos resignarnos a la idea de que, en punto a excelencia, lo mismo da un cuadro de esos que para consumo del turista se expenden en la plaza de mercado, que Las Meninas de Velásquez o La Hilandera de Vermeer.

Pero no es así, ni podría serlo. El buen gusto es fruto en sazón del amor a lo bello y la nobleza espiritual. Con la ausencia de ese amor y nobleza se relaciona el malo… En el fondo, el mal gusto es uno de los proteicos rostros de la ignorancia, dolencia de la que nadie habló con mayor propiedad que Platón cuando dijo en uno de sus diálogos soberbios, no recuerdo si por boca de Sócrates, que “Los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto es precisamente la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea así mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.”

Afirma que no existe un gusto bueno quien ignora cuan degradado tiene el suyo propio. Pareja estulticia es la que se lleva en estos eclécticos tiempos posmodernos, dando pábulo a la más desenvuelta superchería intelectual.

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